La gran ópera brasileña aviva la Leyenda Negra
La última versión de 'El guaraní' vuelve a poner a los españoles como los grandes villanos de la colonización
¿De dónde surge la leyenda negra y el odio a España?

Entre aplausos enfervorecidos, la ópera brasileña acaba de ajustar cuentas consigo misma y su pasado imperial. Y de un modo acorde a estos tiempos, lo ha hecho por la vía de la deconstrucción anticolonial e indigenista. Éxito rotundo de crítica y sobre todo de público, el nuevo montaje de 'El guaraní', en el Teatro Municipal de São Paulo, convierte una pieza arquetípica del siglo XIX en un alegato concebido por sus creadores como un manifiesto contra idealizaciones románticas de la formación del pueblo brasileño y americano.
Según explica a ABC Cibele Forjaz, directora del montaje, la ópera original era problemática porque se desarrolla entorno a una idea «que hoy se considera colonial o ligada al colonialismo y que es la de un encuentro romántico, gentil, entre los portugueses, españoles y europeos que se consideran descubridores de Brasil, y los pueblos nativos, para los que eran invasores. Entonces, hay una idea de país que no tiene en cuenta la posición y el punto de vista de los pueblos nativos, que era comprensible a mediados del siglo XIX, pero hoy no puede ocurrir más».
La ópera «El guaraní» es considerada la obra maestra de Carlos Gomes, prócer de la música brasileña en su breve era imperial. Basada en una novela del escritor José de Alencar, cuenta el amor entre el indígena guaraní Peri y la joven Cecília, hija de un hidalgo portugués, en el Río del siglo XVI.
El libreto refleja cómo los portugueses combaten, pacifican y convierten el Cristianismo a los pueblos indígenas. Sólo un español, el explorador González, actúa como villano. En esta nueva interpretación, sigue siendo González la principal fuerza maligna, un embustero secretamente enamorado de Cecília que a la vez busca las «minas de plata pura» que le fueron ofrecida «al rey Felipe». Como canta el guaraní Peri en el acto segundo: «La mirada sombría del español y sus susurros son la prueba de una vergonzosa traición».
La dirección artística de Forjaz convierte a los portugueses y españoles en estatuas de mármol, viejas rémoras del pasado que apenas se mueven de sus pedestales, cubiertos por destellos de oro y plata, mientras actores y coro del pueblo guaraní, algunos con vestidos y tocados plumíferos propios de su cultura y tradición, se pasean por el escenario a voluntad, como en un museo.
En los interludios, entonan cánticos comunales. En un momento, mientras el elenco recita, ocupan el patio de butacas, observando al público. Al acabar la música de Gómez, ya bajado el telón, descienden afuera por la majestuosa escalinata principal del teatro, hacia la puerta de entrada, siguiendo con sus cantos, con una pancarta que reza: «No está todo bien: el pueblo guaraní todavía sufre».
Es una elección llamativa, la de «El guaraní» para trasladar este mensaje en el corazón de São Paulo. Como los otros productos de la época romántica, el libreto, en italiano, idealiza el pasado y encumbra a las élites en un estilo netamente europeo.
Estrenada en La Scala de Milán en 1870, es considerada la gran ópera brasileña. El Municipal de São Paulo ha ofrecido 19 montajes hasta la fecha, el anterior en 2000. La directora del teatro, Andrea Caruso Saturnino, explica a ABC que esta versión fue concebida en realidad durante el gobierno de Jair Bolsonaro, y que debe entenderse en ese contexto, el de una deforestación récord en la Amazonia, distinto, afirma, que el de la nueva era Lula, durante la cual se ha establecido por primera vez un ministerio de los Pueblos Indígenas.
Sobre el montaje, Caruso Saturnino dice que busca un público amplio, más allá de los amantes de la ópera tradicional. «Si no, se queda ese público que es muy purista de la ópera, que aquí en Brasil es muy poco», dice. «Lo que se piensa en la ópera en los países como España donde es un proyecto que se creó allá y donde tiene un sentido, es muy distinto de aquello que se implantó en Brasil, y que esto se vea como una cosa distinta es un avance, no es necesario reproducir lo que ya se ha hecho antes», explica.
Ciertamente, Caruso Saturnino ha logrado atraer más público. Llenos absolutos en las siete representaciones a cargo de la orquesta sinfónica municipal, con el prestigio maestro Roberto Minczuk al frente. Críticas casi unánimemente laudatorias entre los diarios locales. El periódico de referencia de la principal ciudad brasileña, Folha de São Paulo, ha llegado a afirmar en un titular que con este montaje, «la ópera se salva de sí misma».
El público también sabe jugar su papel. Este corresponsal vio en la actuación del día 16 los mayores aplausos, platea ocasionalmente en pie, dados no a las trabajosas arias de los solistas Débora Faustino, Enrique Bravo o David Marcondes, sino a pancartas que desplegaba ocasionalmente un actor o alguno de los integrantes del coro guaraní sobre el escenario, con mensajes como «¿qué es exactamente ser civilizado?».
Fue muy bien recibida por el público la decisión de corregir el nombre al final, en una proyección sobre el telón, cambiando el nombre 'El guaraní' por el de 'Los guaraní', pueblo que además estaba asentado en lo que hoy es São Paulo. Esa y otras transgresiones son fruto de la mente de Ailton Krenak, que según el programa es líder indígena, ecologista, filósofo y escritor.
Musicalmente, poco o nada cambia la ópera en este montaje. Con ojos cerrados, podría ser cualquier representación de 'El guaraní' al uso. El tenor principal, sea Bravo o Atalla Ayan en primer reparto, no son ciertamente integrantes del pueblo guaraní, sino vocalistas en la más ortodoxa traición europea.
Por eso, Krenak y las demás mentes creativas tras este montaje decidieron que a ellos y a las sopranos que interpretan a Ceci, la heroína, les acompañarían unos dobles, los actores indígenas David Vera Popygua Ju y Zahy Tentehar Guajajara. Esta última, tras el desenlace de la ópera, se acerca al borde de escenario con un micro en mano, entonando un canto en la lengua Ze'eng Eté de gracias a la Tierra, mirando fijamente a la platea, increpando y rompiendo la cuarta pared, al estilo de lo que ocurrió en Bayreuth durante el centenario del Anillo del Nibelungo a cargo de Pierre Boulez.
Pero aquello fue a finales de los 70, y a miles de kilómetros, en una Europa de opera refinada y purista. Esto de ahora es lo que Forjaz, la directora del montaje, describe como una «ocupación» en toda regla. «Creo que es posible ocupar la ópera, esa es la idea, traer los guaraní para un encuentro de futuro, el hecho de que ellos estén ahí es muy fuerte para ellos para todos nosotros los brasileños. Ver los guaraníes dentro de la ópera «El guaraní» es una ocupación», afirma.
Ocupación
Y esa ocupación, dice Forjaz, bien puede viajar a lo que considera el epicentro colonial. «Estamos hablando de una cultura hegemónica que vino de Portugal y de España, de Inglaterra y también de los otros países europeos. La que ocupó, invadió, tuvo una relación extremadamente violenta con los pueblos originarios. Y esta respuesta no es violenta, la respuesta es desde otra cosmología y otra forma de entender las relaciones colectivas. Entonces, creo que, así como los hemos hecho en el Teatro Municipal de São Paulo, que es un teatro europeo en São Paulo, podemos y queremos hacerlo en los teatros de Europa».
Se trataría de un periplo complejo. La deconstrucción de la ópera pasa hasta por taladrarla: durante la representación una broca pantagruélica perfora el escenario, símbolo de la minería ilegal en busca de materiales preciosos en la Amazonia. Y mientras los cantantes y el coro van a lo suyo, unos proyectores inundan la platea y la cúpula, manchando su mármol y sus frescos idealizados con coloridos dibujos de plantas, reptiles, macacos y otros seres híbridos y mitológicos, en permanente movimiento.
Son estos diseños obra del artista amazónico Denilson Baniwa, que aparece en un vídeo proyectado sobre los telones, pintando unas figuras serpentinas durante la obertura. Según dice Baniwa a ABC, sus diseños están ideados con «un sentido de revuelta, de revuelta de la naturaleza, de revuelta indígena, pero no en sentido de batalla, sino como sentido de regresar, de reinventar».
Esos mismos diseños acaban sobre la faz del propio Gomes, el padre de la ópera brasileña y autor de la partitura. Su relieve en mármol preside el espectáculo, fijado como está desde hace un siglo en el ábside sobre el escenario. Desde allí es testigo, más de 100 años después de su muerte, de esta deconstrucción y ocupación de su obra magna. Brasil dejó así enterrado su pasado de colonia convertida en imperio, donde los grandes teatros operísticos en Río, São Paulo y Manaos, imitaban y rivalizaban con los de Europa. Hoy se ofrecen a descolonizarla.