Los soliloquios del capitán

José María Pou

Diego Doncel

Para quienes hayan ido, o vayan a ir, al Teatro de La Latina, Moby Dick ya no es esa ballena blanca llena de arpones, feroz y esquiva, Moby Dick es José María Pou . Y es así porque Pou llega a ser el centro de esta obra de tal manera, que lo devora todo. Su gestualidad, su voz, sus movimientos, su forma de dramatizar el tiempo escénico tienen la fuerza, la pasión de los grandes animales dramáticos.

En el mar de palabras de Melville, Pou sabe ser convincente en su obsesión , en su fijeza y en su autoinmolación. Aquí está la tragedia del capitán Ahab , de ese viejo lobo marino que sueña con vencer al peor monstruo nacido de los océanos y que solo conseguirá sucumbir al oleaje siniestro de su locura. Tragedia sobre la autodestrucción, Pou interpreta no una travesía física, geográfica, sino una travesía interior donde todos los océanos y todos los monstruos no sólo nadan en las aguas sino que forman parte del delirio del yo. «Moby Dick» es ese delirio, la expresión de ese infierno interior, esa mente insaciable, esa tempestad de soberbia, egolatría, venganza y sueño que necesita vencer a ese Leviatán de los mares para continuar viviendo.

El principal enemigo del capitán Ahab es el propio capitán Ahab. De la misma manera que lo que vemos sobre las tablas nos es a Ahab contra Moby Dick, sino a Pou  mostrándose a sí mismo. El montaje de Andrés Lima y la adaptación realizada por Juan Cavestany van en este sentido. Un texto estático donde la fuerza argumental se desplaza de la acción a los continuos soliloquios . Un texto obsesivo que se proyecta hacia la dimensión interpretativa de Pou. Por eso hubiera necesitado de un dinamismo mayor, y por eso se agradece, por ejemplo, la aparición del capitán del Raquel pidiendo ayuda para buscar a su hijo porque rompe el bucle en que se desarrolla la obra.

Más allá de la portentosa fuerza dramática de Ahab, Starbuck o Ismael interpretados con solvencia por Jacob Torres aportan un contrapunto a la irracionalidad, así como el Pip de Oskar Kapoya está lastrado por esos movimientos de indígena animalizado.

La escenografía ideada por Beatriz San Juan posee ese sesgo fantasmal, onírico, de frontera entre dos mundos: la cubierta del Pequod, las escaleras a la cofa del palo mayor, el sillón del capitán, las imágenes del océano como una amenaza y como una condena. Todo ello envuelto en esa atmósfera asfixiante, épica y casi mística creada por la iluminación y el espacio sonoro con ese coro de voces absolutamente magistral que subrayan cada pálpito, cada desmesura.

Desde el escenario, Pou lanza su arpón al corazón de los espectadores, el arpón de la mente oscura de Ahab.

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