Retales de casticismo
La Joven Compañía Nacional de Teatro Clásico, creada e impulsada por Eduardo Vasco durante su etapa al frente de la institución, se ha revelado con el paso de los años como uno de los más fecundos proyectos de nuestra escena, y de sus filas ha surgido un puñado de grandes intérpretes que honran los repartos de funciones teatrales, películas y series de televisión. Ha contribuido también a refrescar con su presencia y sus maneras el modo de encarar los textos de nuestro Siglo de Oro y, de paso, han contribuido a eliminar prejuicios sobre este repertorio también entre los espectadores más jóvenes.
Lluís Homar, director actual de la Compañía Nacional de Teatro Clásico, no ha formado la que sería la sexta promoción de «La Joven», como se la conoce en la casa -esperemos que no sea el primer paso hacia la desaparición del proyecto, sino una circunstancia temporal-. A cambio, ha realizado una selección de los intérpretes de las cinco promociones para crear con ellos un espectáculo con el que se escapa de ese Siglo de Oro que conforma la columna vertebral del repertorio de la CNTC, y quiere poner en valor a un autor que es, para muchos, únicamente un nombre más en el callejero de Madrid: Don Ramón de la Cruz.
A este dramaturgo se le debe la consolidación como género del sainete madrileño, que daría paso posteriormente a la zarzuela y, más concretamente, al género chico. Y con estos dos elementos, los textos de Ramón de la Cruz y la música de uno de las cumbres de ese género chico: Federico Chueca, han creado Lluïsa Cunillé y Xavier Albertí un puzzle que camina entre el costumbrismo y el surrealismo y que finalmente se convierte en un conjunto de retales de casticismo. Lluís Homar lo ha convertido en un espectáculo entretenido, por momentos grotesco y en otros delirante -el imaginativo vestuario de Elisa Sanz y Pier Paolo Álvaro contribuyen mucho a esta sensación-, en el que el teatro y los cómicos componen la columna vertebral.
Para los intérpretes, la función supone un verdadero ejercicio tanto físico (es constante su cambio de personajes y de vestuario, y sus idas y venidas por el escenario) como actoral; juegan en un código alejado de los cánones habituales para el teatro clásico, y se ven obligados a vaciar en sus personajes su paleta de colores, en un espectáculo además prácticamente desnudo de escenografía y sostenido por la energía de los actores. Lo consiguen con resultados sobresalientes, y componen una sinfonía afinada y melodiosa para el espectador.