Crítica de ópera

«Le nozze di Figaro»: El juego de las apariencias

Escena de «Le nozze di Figaro» Festival de Granada | Fermín Rodríguez

Alberto González Lapuente

El Festival de Música y Danza de Granada y la ópera han mantenido desde el origen una relación imperfecta. El testimonio de quienes asistieron en 1962 a la interpretación de «El rapto en el serrallo» en el patio de los Arrayanes llama la atención por la discrepancia entre el elogio a la calidad del espectáculo y el desafecto del público que a duras penas llenó el pequeño recinto. Se habló entonces de desconocimiento real del género, incluso se apuntó hacia una cierta falta de sensibilidad ante el lugar y una obra aparentemente tan afín. Hoy, las cosas parecen caminar por otra senda, pese a que el público sigue siendo prudente. La actual edición 68 del festival reservaba entre sus puntos culminantes la representación semiescénica de «Le nozze di Figaro» capitaneada por René Jacobs , referente imprescindible de este repertorio. El resultado, sensato, sutil, minucioso y emotivo, apenas conmovió al público hasta el final y no de forma explosiva, tres horas después de que las primeras notas de la obertura alertaran sobre la impecable singularidad de la propuesta que iba a darse en el palacio de Carlos V.

Hoy sería impensable una representación idealizada como la de aquel «serrallo» en Arrayanes pues la protección del patrimonio es cada vez más exigente. Año tras año se acota el recinto de la Alhambra, se limita el tránsito de los espectadores y el «espacio de la música» se hace más concreto. Afortunadamente, el edificio que Pedro Machuca construyó para el emperador a raíz de su boda con Isabel de Portugal , con todos sus defectos acústicos y obligaciones, es muy poderoso. En este caso, porque además Frederic Amat ha rellenado diez vanos entre columnas, al fondo de escenario, con una elocuente celosía, capaz de filtrar la luz y definir la frontera de una obra de carácter doméstico. La presencia en esta producción del artista visual y escenógrafo ha sido uno de los aspectos que más se han promocionado. De ahí que fuera razonable creer que su intervención iba a ser de mayor calado. En la memoria del festival granadino todavía está el extraordinario espectáculo que Amat construyó para el «Oedipus Rex» de Stravinski en 2001, con un audiovisual de formas cambiantes, terráqueas y sanguinolentas.

La intervención actual es más sutil y estrictamente arquitectónica, pero no por ello menos poderosa. Se advierte según transcurre la interpretación de la obra y todo se dirige hacia un entorno de melancólico anacronismo, potenciado por el cambio de luces construido por cube.bz, y el agotado aspecto del vestuario de Mercè Paloma , avejentado y polvoriento. La versión semiescénica es extraordinariamente ágil, con los interpretes circulando por el escenario y entre la orquesta, jugando con escasos elementos, particularmente con un sillón rojo en el primer acto y varias sillas que a su vez definen el lugar. Parece un contrasentido que ante un acabado tan pulido, de verdadera ambición escénica, Figaro salga al escenario con el reloj en la muñeca, que al mantón de manila de Susanna, quizá el detalle de utilería menos refinado, le cuelgue la etiqueta, o que el melón que lleva consigo el jardinero tenga la etiqueta pegada.

Es extraño, porque está clara la intención de insistir de forma meticulosa en el ya mencionado «espacio de la música» expresión del propio Amat, muy implicado en el proyecto junto a René Jacobs, a la postre responsable de cuanto sucede. Del director belga depende la coherencia general del desarrollo escénico, algunos de cuyos esquemas se incluyen en el programa de mano, y la decisión de un criterio musical global al que se integran por igual la orquesta y los cantantes, la gran mayoría inéditos en España, pero todos ellos escogidos y ensayados tratando de construir una versión que apenas deja hueco al lucimiento individual. Este aspecto es relevante pues justificaría, en gran medida, la respuesta recatada del público. «Le nozze di Figaro» según Jacobs trata de construir un arco impoluto limando la acumulación de momentos culminantes, cuestión que caracteriza a la obra que ya desde el estreno en 1786 llevó a repetir, uno tras otro, los números, incluso en varias ocasiones.

Pero la opción de Jacobs es comprensible y poderosa, perfectamente contemporánea pues se solidariza con un ánimo de pureza muy propio de nuestra época. Él mismo lo puso de manifiesto en su muy premiada grabación discográfica de 2004. Desde entonces los cambios que ha introducido en la interpretación parecen fruto de la madurez y la veteranía antes que del estricto análisis, de manera que aunque el director siga defendiendo «nuestros tempi rápidos» y el contraste como forma de singularizar la tensión del discurso, todo es hoy más homogéneo y paradójico. Allí donde «el tiempo parece detenerse», en la romanza de Cherubino «Voi che sapete», la sensación es acelerada. La mezzo Olivia Vermeulen convierte el número en referencial y aunque su discurso reclame una agógica más evidente se topa con la mano inflexible de Jacobs. Ella es una de las referencias de este reparto y así lo reconoció el público. Por contra, donde se exige más teatro, tensión y locura, ya sea a partir del trío entre el Conde, Susanna y Figaro en el primer acto, ya en el enredo conclusivo del segundo, o en mismo final del obra, todo suena un punto conformista y severo.

No obstante, en el aire quedan momentos fascinantes muy en cercanía con una realización instrumental impecable a cargo de la Freiburger Barockorchester, capaz de mantener el tipo, la afinación, la conjunción y la actitud pese al rigor del calor que estos días ha llevado la temperatura a más de 40º a la sombra, lo que ha provocado daños colaterales en algún instrumento. La orquesta es para Jacobs un agente más del conjunto. Tocan de pie en la obertura, en donde ya se pone de manifiesto la importante implicación y trabajo de la concertino Petra Mullejans ; vuelven a hacerlo al final de la obra, y cuando resaltan gestos musicales que enfatizan el texto, como la intervención de las trompas mientras Figaro, «Tutto è disposto» , amaga con cuernos porque «il fidarsi a donna è ognor folli » y «ognun lo sa» .

El barítono Robert Gleadow construye un Figaro dinámico e intermediador. Destaca por la calidad del timbre y la fácil emisión, y por saber progresar en paralelo al resto del reparto. Un caso paradigmático del conjunto es el del barítono Arttu Kataja pues, en su papel de conde de Almaviva, ejemplifica la elección de voces de emisión contenida, de personalidad relativa, pero muy trabajadas desde la perspectiva musical, fáciles melódicamente, y minuciosas con la letra y su significado. Se hace patente en los recitativos reconvertidos por Jacobs en verdaderos elementos conversacionales, capaces de calafatear la obra uniéndola sin fisuras. El papel desarrollado por el fortepianista de la Freiburger Barockorchester en los recitativos es prodigioso y muy en consonancia con la intención de adornar melódicamente la obra según criterios de época, algo que era muy evidente en la histórica grabación de Jacobs y que aquí está más limitado.

Un punto singular es la repetición en el aria de la Condesa, «Dove sono», que Sophie Karthäuser cantó con una intimidad muy particular. Merece un lugar destacado la soprano Sunhae Im por su capacidad para convertir a Susanna en un ser pizpireto y vocalmente muy asumido. Alcanzó un máximo en el aria «Deh, vieni, non tardar», poco antes de que la obra llegara al final. El hecho de que Marcos Fink en su doble papel de Bartolo y Antonio abogara por ser más cómico que cantante apenas ensombrece un resultado en el que ha tenido la suerte de participar, y con buen resultado, el coro de la orquesta Ciudad de Granada. A la postre porque «Le nozze di Figaro» viene a enriquecer de manera evidente y perdurable la particular presencia de la ópera en un festival cuya configuración paisajística es toda una evocación escénica.

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