Juventud, divino tesoro

Teresa Lozano, en «El sueño de una noche de verano» Sergio Parra
Julio Bravo

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En esta época de contagios e infecciones, hay que decir que pocas obras contagian tanta vitalidad y tanto alborozo como la shakespeariana «Sueño de una noche de verano», un fascinante juego de acentos mágicos que, con la puesta en escena por parte de la Joven Compañía Nacional de Teatro Clásico, hace entrar al dramaturgo británico en el repertorio de esta institución. La fantástica y ensoñadora historia de las dos parejas de «enamorados», de las hadas y los cómicos, enredadas por el travieso duende Puck, es disparatadamente atractiva, y se ha presentado con millones de miradas diferentes.

La que presenta Bárbara Lluch, la directora del montaje, es necesariamente una pieza de cámara para instrumentos de cuerda, que le aportan a la partitura una seductora frescura. Lógico, teniendo en cuenta la juventud de los intérpretes, especialmente la de Teresa Lozano, que tira a la papelera gran parte de sus setenta y cuatro años (perdón por revelarlos) para componer un Puck juguetón/a, divertido/a, coñón/na y distinto/a. También ella y su trabajo son contagiosos para sus compañeros de reparto.

Bárbara Lluch, con la inestimable complicidad de Juanjo Llorens y sus luces, ha creado un espectáculo dinámico y ensoñador, acorde con el carácter del texto; éste ha sido versionado por Carolina África, que ha sabido viajar a la esencia de la historia, aunque imperiosamente se ha quedado en la superficie de la obra -no se entienda como un reproche-, pero sin restarle poesía a la versión.

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