Julio Bravo
Stephen Sondheim: «¡De rodillas!»
Cada vez que, en su añorado programa de radio 'La calle 42', José María Pou y Concha Barral mencionaban el nombre de Stephen Sondheim, añadían una coletilla imperativa: «¡De rodillas!» Y es que el compositor nacido en 1930 en Nueva York (no podía ser de otra manera) es, sin ninguna duda, la figura más importante del teatro musical estadounidense, que ha marcado el rumbo del teatro musical internacional de las últimas décadas.
A raíz de su muerte, a los 91 años, se le está recordando como el gran renovador del musical, una leyenda, un titán, un genio... Adjetivos todos que le corresponden, sí, pero que se quedan cortos. Stephen Sondheim no renovó el género: lo reinventó. Nada ha vuelto a ser igual en Broadway -en el teatro- desde que se estrenaran obras como 'Sweeney Todd', 'Company', 'Follies', 'Into the woods', 'A little night music', títulos en los que destiló copiosas gotas de genialidad.
Sondheim ha creado un larguísimo puñado de canciones absolutamente irrepetibles que son hoy himnos del teatro musical y que han cantado las más grandes estrellas, desde Barbra Streisand a Frank Sinatra, pasando por Plácido Domingo: 'Send in the clowns', 'Losing my mind', 'Being Alive' (con la que estos días emociona Antonio Banderas en Málaga, dentro del musical 'Company'), 'Anyone can Whistle', 'I'm Still Here'. Solo por ellas ya merecería el lugar privilegiado que ocupa en la historia del teatro, porque cada una de ellas esconde pedacitos de alma humana en sus notas y en sus letras, indisolubles la una de la otra. Son canciones que van más allá de la belleza de su melodía: son canciones cargadas de emociones, de sentimientos, de entraña, de carne, de sangre.
Pero la grandeza de Stephen Sondheim va más allá. Él le ha otorgado al teatro musical una dignidad dramática que había perdido en favor del gran espectáculo, de la espuma de las coreografías y los números 'de cañón de luz', los 'showstoppers'. Y en sus obras los hay, porque él supo reinventar el musical americano desde dentro, desde su profundo amor por él, siguiendo las reglas de Broadway -que, al fin y al cabo, es una industria-. Él demostró que no hacía falta apartarse del camino, sino simplemente asfaltarlo llenándolo de historias interesantes contadas, eso sí, con su genio probablemente irrepetible; pero sin concesiones, haciendo la música que él quería. Y haciendo teatro. Por eso muchos en el mundo de la escena internacional echan hoy la rodilla a tierra y bajan la cabeza reverencialmente para despedir al reinventor del teatro musical del siglo XX.