Julio Bravo

Observador impenitente y continuamente pasmado

La concesión a Juan Mayorga del premio Princesa de Asturias de las Letras tiene, más allá del reconocimiento a su figura y a una destacada obra en la que figuran títulos como 'El chico de la última fila', 'Himmelweg' o 'La tortuga de Darwin', un particular significado en unos tiempos en los que la figura del autor, en el mundo del teatro, se encuentra desdibujada. Hoy se practica con fuerza la 'escritura en escena', el laboratorio; abundan los directores -e incluso actores- que escriben sus propias obras siempre con el horizonte de una puesta en escena ya imaginada, y se ha impuesto la figura del 'dramaturgo' . La literatura dramática -esa que el propio Mayorga dice en estas mismas páginas que está «reducida a los márgenes»- no tiene hoy la misma presencia que tuvo en otros momentos de nuestra historia, aunque haya editoriales -pequeñas y muy esforzadas- dedicadas al género teatral.

La historia de la literatura española la han escrito, en buena medida, los dramaturgos: Lope de Vega, Calderón de la Barca, Valle-Inclán, García Lorca... No solo escribieron teatro, sino que fue la columna vertebral de su producción, brillante estandarte de nuestro idioma. Hoy en día es raro encontrar autores que, en la oscuridad de su habitación, imaginen historias, personajes, situaciones, a través de las palabras que otros después convertirán en carne. Juan Mayorga, aunque en los últimos tiempos ha traspasado la frontera y ha dirigido varias de sus obras, sigue siendo un artesano de la palabra , un autor que le da al lenguaje, al idioma, el valor que tiene; que busca -por encima de la 'naturalidad', la 'cotidianidad' y la 'frescura' que otros persiguen, legítimamente-, la belleza.

En Juan Mayorga toma verdadero sentido el lema de la Real Academia Española , de la que él forma parte desde hace tres años: limpia, fija y da esplendor. Su teatro es al tiempo profundo y entretenido, lleno de claroscuros, palpita al tiempo que cuestiona y araña. Acercarse a su proceso creativo significa acercarse a un hombre continuamente pasmado, a un observador impenitente: Mayorga lleva siempre consigo un pequeño cuaderno en el que anota muchas de las cosas que le ocurren o que suceden ante sus ojos, y que son susceptibles de convertirse en obras de teatro.

Sentarse con él a charlar supone hacerlo con un maestro lleno de humildad, con un filósofo cotidiano , con una catarata de ideas y de imágenes, con un fascinante contador de historias y un minucioso cuidador de la palabra; sentarse en una butaca para ver una obra de teatro suya significa encontrarse con un espejo -a veces empañado por el vaho y no siempre claro- peligrosamente esclarecedor y, a menudo, dolorosamente revelador.

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