Un juego de identidades

Carmen Climent y Selam Ortega, en una escena de la obra Vanessa Rabade

Diego Doncel

Lorca es siempre un universo de indudables dimensiones trágicas. Hay en él una obsesión que se repite de verso en verso, de obra en obra, más allá de las estéticas y de los géneros: es su obsesión por el destino, su obsesión por la fatalidad. Su vitalismo tiene siempre esa zona de sombra, su vivacidad metafórica expresa en imágenes ese pulso herido, ese dolor por lo que vendrá. Lorca, para hablar de sí mismo, crea y recrea un puñado de seres a los que la vida de una forma u otra se le escapa. Por eso su inquietud, su preocupación por el tiempo.

En «Así que pasen cinco años» está todo esto al completo: la búsqueda trágica del amor, las ilusiones irrealizables, el presente como un tiempo asediado por el pasado y por la espera del futuro, y una imaginería onírica y surrealista que lo acerca a «Poeta en Nueva York» y a «El público». La espera infructuosa del Joven a poder consumar su amor una vez pasados los cinco años que su Novia le había impuesto poseen la misma inquietud, el mismo desasosiego que volverá a vivir cuando persiga el amor de la Mecanógrafa, lo que le lleva a una pregunta profundamente lorquiana en su desorientación vital: «¿Qué hago con esta hora que viene y que no conozco?»

Carlota Ferrer y Darío Facal nos traen este montaje, significativamente titulado «La leyenda del tiempo», que es como Lorca subtituló a «Así que pasen cinco años», y para el que echan mano de diversos materiales, de cambios de estructuras, incluso de algunos fragmentos de «El público». Ferrer y Facal, en una dirección a cuatro manos no del todo resuelta, crean sin duda atmósferas imaginativas de indudable potencia visual y simbólica, pero deberían haberse detenido en dar cauce a toda la frustración vital, a toda la violencia de las pasiones y las represiones que aquí se plantean. En ese sentido no abandonan un tono excesivamente formalista y no logran el delirio lorquiano de la tragedia. Saben mantener muy clara y acertadamente la trama y en ella establecen un juego de espejos sobre la identidad, los distintos yos, lo apócrifo y, sin duda, las fronteras de la sexualidad y el género. Igualmente aciertan con el planteamiento de los límites de la teatralidad, de los límites entre sueño y ficción, del collage de psicologías, de intimidades, de la nueva configuración de los roles masculino y femenino. Ferrer y Facal llevan a cabo aquella aspiración vanguardista del espectáculo total donde la música y la coreografía dialogan con la gestualidad, el guiñol, en esta fábula legendaria que, sobre la plataforma del escenario, tiene la densidad de un poema. Sin duda firman una obra hipnótica en su belleza visual, valiente y arriesgada, pero nos hubiera gustado, sin embargo, un paso más: hacer palpitar al patio de butacas con la tragedia de ese pulso herido que siente de otra forma.

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