CRÍTICA DE TEATRO
«Jane Eyre»: rebelarse y amar
Carme Portaceli dirige la adaptación de la novela de Charlotte Brönte, con Ariadna Gil como protagonista

Decía Bécquer que el poema es el secreto que se le susurra al oído a una persona para compartir una complicidad. La « Jane Eyre » de Carme Portaceli es eso: confidencialidad, intimidad susurrada al patio de butacas para encender la mecha emocional en el corazón del espectador. En este cuento de niña pobre, maltratada por la vida, en este relato de formación, se ha optado por la levedad y la delicadeza como formas de hacer digerible el hiato trágico entre yo y el mundo. Al hacerlo así, Portaceli busca, en efecto, la complicidad del espectador tanto como Brönte buscó la del lector, es decir, busca atraparlo en esta encrucijada de emociones, de intrigas, de mentiras, de desprecios y finalmente de amor. Todo se aligera, incluso se dulcifica, para surfear por las olas de la tragedia , para dar voz a estas almas a la deriva que se consumen en los rígidos fuegos morales de la época, en los dramas de su propia vida.
El trabajo actoral es sobresaliente. La voz, los gestos, la presencia frágil y resolutiva de Ariadna Gil dan una indudable verosimilitud a este viaje interior de una Jane Eyre que va construyéndose a sí misma, salvando obstáculos como forma de alcanzar su identidad como mujer, y lo hace con equilibrio, con naturalidad, sin dejarse arrastrar por ningún fleco de tremendismo interpretativo. Lo mismo sucede con Abel Folk , en el papel del señor Rochester, o Jordi Negrié en el de St. John. Aunque tal vez se necesitaría un poco más de profundidad y complejidad psicológica en la interpretación de ciertos conflictos.
En esta «Jane Eyre» todo fluye de una forma casi cinematográfica . En el escenario aparece una habitación en blanco que se va transformando en todas aquellas habitaciones que tuvieron importancia en la vida de Jane: la casa de su tía Sarah Reed, en Gateshead Hall , el internado de Lowood, la mansión de Thornfield Hall, Marsh End... Unos espacios con una enorme carga simbólica en la conquista de su identidad, en este cruce de vidas y destinos, y que cuando son transformados a través de las proyecciones ( árboles, mansiones, incendios) nos recuerdan a las ilustraciones de los libros para señoritas del XIX. El efecto escénico que resulta es sencillo, eficaz y envolvente. A ello ayuda la música de Clara Peya , sobre todo si sus gesticulaciones a la hora de ejecutar las piezas fueran más mesuradas.
Por muchas razones este montaje posee eso tan difícil de conseguir: encanto . Portaceli ha conseguido depurar lo melodramático, lo folletinesco y hacer algo sobrio que atrae y hace disfrutar al espectador y a la vez le lanza un mensaje moral: rebelarse es tan importante como amar.