CRÍTICA DE TEATRO
«La cocina», de Arnold Wesker: olla a presión
Sergio Peris-Mencheta dirige a veintiséis actores en el teatro Valle Inclán
Arnold Wesker (1932-2016) fue cocinero antes que dramaturgo, pues en su juventud trabajó como pinche de cocina y repostero y de esa actividad relacionada con fogones y obradores dejó huella en varias piezas, de las que « La cocina » (1957) es la más conocida. Fallecido el pasado abril, el espectacular montaje de esta obra programado en el Teatro Valle-Inclán , aunque se empezó a guisar bastante antes, podría interpretarse como homenaje a un autor inscrito en los «Angry Young Man», unos jóvenes airados que añadieron el picante de su rebeldía a la escena británica de mediados del pasado siglo y entre los que Wesker, según Juan Guerrero Zamora , «ostenta el grado del socialismo más definido».
En su ciclópea «Historia del teatro contemporáneo», este estudioso destaca que, en las referencias creativas del autor británico, el ámbito de la cocina agrupa varios conceptos: «estrato social primario, necesidad básica de nutrirse, motor inicial de todas las reivindicaciones sociales contra la injusta distribución de las riquezas», notas destacadas en la comprometida partitura artística de Wesker, siempre orgulloso de su pertenencia a la clase trabajadora. Todo este entramado ideológico y reivindicativo bulle en la ambiciosa propuesta escénica de Sergio Peris-Mencheta , que exhibe la potencia de su musculatura como gran director en una puesta en escena prodigiosa de ritmo y detalles, formidable en el acento coral y, en mi opinión, más apabullante que profunda.
«La cocina» (***)
Autor: Arnold Wesker. Versión y dirección: Sergio Peris-Mencheta. Escenografía: Curt Allen Wilmer. Iluminación: Valentín Álvarez. Vestuario: Elda Noriega. Intérpretes: Ricardo Gómez
Javivi Gil Valle
Cierto es que el protagonismo de la función, que cuenta con una magnífica escenografía de Curt Allen Wilmer , recae más en ese voraz monstruo colectivo que fagocita las vidas y los afanes de cuantos trabajan en él más que en las peripecias individuales de estos, apenas apuntes anecdóticos en el gran fresco global que el autor sitúa en la entrañas de un restaurante londinense, en agosto de 1953, con las tensiones de la Segunda Guerra Mundial latentes en el día a día de la plantilla multinacional del establecimiento. Los veintiséis actores inmersos en esa olla a presión realizan todos un gran trabajo con momentos de intensa y emocionante verdad teatral, como el del sirtaki que, entre los dos turnos de comidas, une en fraternal danza a los trabajadores.