Carlos Hipólito: «Estamos otra vez en una especie de 'o conmigo o contra mí', que es terrorífico»
El actor madrileño interpreta en las Naves del Español el monólogo 'Oceanía', texto póstumo del director y escenógrafo Gerardo Vera

Vamos a mi camerino, allí podremos charlar tranquilos». Carlos Hipólito se encamina hacia el lugar, enciende las luces de la estancia y ofrece un asiento a su interlocutor. «Hace dos o tres años –empieza su relato–, Gerardo me habló de que estaba...» Unos ... toques en la puerta le interrumpen. «Carlos –entra en el camerino una persona del equipo de producción–, aquí tienes el calendario». «Muchas gracias», responde el actor, que regresa a su relato. «Gerardo me contó que estaba escribiendo sus memorias para convertirlas en...» Nuevos toques en la puerta. «Carlos, me pregunta el sastre si los arreglos que te hizo en la camisa están bien». «No lo sé, no me la he probado todavía». «¿Qué le estaba contando?... Ah, sí, que quería escribir una novela. Un día, me llamó para decirme que José Luis Collado le había dicho que aquello que estaba escribiendo no era una novela, sino un monólogo teatral, y que solo lo podía hacer yo». Tercera llamada a la puerta. Entra la responsable de prensa: «Está aquí el fotógrafo, ¿hacemos las fotos y seguís después tranquilos?» Carlos asiente; la sesión se realiza en el escenario y en la puerta de la sala Max Aub de las Naves del Español, en Matadero. Es allí donde Carlos Hipólito (Madrid, 1956) acaba de estrenar 'Oceanía', el texto póstumo de Gerardo Vera , una de las más significativas figuras de la escena española de las últimas décadas, y que falleció en septiembre de 2020.
El marido de Vera, José Luis Collado , es el responsable de la dramaturgia, y José Luis Arellano , su ayudante de dirección en tantos montajes, dirige el espectáculo. «Es una función muy especial para mí –confiesa Hipólito–. Yo nunca había hecho monólogos, porque a mí lo que me gusta es el contacto con mis compañeros, pero cuando Gerardo me mandó el texto me senté a leerlo y me enganchó de tal manera que lo devoré. Me reí, me cayeron las lágrimas. Me pasó de todo. La vida de Gerardo no tiene nada que ver con la mía, pero había algo que me conectaba y me conmovía». El proyecto se puso en marcha ya en vida de Gerardo, pero su fallecimiento no lo detuvo: «Collado me dijo que Gerardo le pidió que le prometiera que yo interpretaría este monólogo; 'no hay otro', decía, y aquí estamos. Imagínese la mochila que llevo».
— ¿Desde cuándo conocía a Gerardo Vera?
—Tengo la sensación de conocerle de toda la vida; no sabría decirle. La primera vez que trabajé con él fue en la película 'Una mujer bajo la lluvia' (1992), aunque ya nos conocíamos; habíamos coincidido muchas veces, teníamos amigos comunes. No volví a trabajar con él hasta el montaje de 'El crédito', en 2013; ahí es donde nos hicimos verdaderamente amigos.
— 'Oceanía' es un texto muy personal, que tendrá un significado muy distinto para aquellos que conocieran a Gerardo Vera. Pero ¿qué puede enganchar a los que no lo conozcan?
—Da igual si habla de Gerardo Vera que de Pedro Pérez. Al principio la subtituló 'Una historia española'; hay algo en esta historia que tiene que ver con nuestra idiosincrasia, con nuestro acervo. Nos toca a todos, independientemente de que nuestras familias se parezcan o no a la suya. La obra se refiere a los años cincuenta, sesenta, en los que aún coleaba la posguerra y todavía había represalias y miedo; se sitúa en dos pueblos de Madrid, Miraflores y Torrelaguna, y en los pueblos esa situación se agudizaba más, porque se mezclaban las cuestiones personales. Todos hemos escuchado historias, nos han contado algo. Además, ese ADN cainita de este país, con posiciones políticas exacerbadas, posturas enconadas, falta de diálogo... Parece que estemos hablando de ahora mismo. Estamos otra vez en rojos y azules, en buenos y malos, en patriotas y no patriotas... En una especie de 'o conmigo o contra mí', que es terrorífico. Y de esto también habla 'Oceanía'. Y además habla de la familia; fundamentalmente, es un monólogo que está vertebrado a través de su relación con su padre. Es una historia tan hermosa: la de un niño que admiraba a su padre de una manera casi idólatra y que en la adolescencia, por una serie de cosas que pasan, transforma esa admiración en un odio incontrolable que dura años; hasta que cuando el padre enferma y muere, llega el perdón y el reencuentro a través de la comprensión y del amor. Es una historia tan bonita que el público puede identificarse absolutamente. Vamos viendo crecer a este niño, le vamos cogiendo cariño, vamos entendiendo sus dudas, sus problemas, su despertar sexual. Es también la historia de un tipo peculiar, raro, un antihéroe; un homosexual en una España represiva... Una historia de supervivencia, al fin.
— Que él encuentra en el cine.
—Es su refugio, por supuesto. Gerardo lo dice: «Para mí los domingos en el pueblo eran el cine, era ir corriendo a ver qué echaban en el cine de El Álamo».
— ¿Hasta qué punto se sincera Gerardo Vera en el texto?
—No se da autobombo en el monólogo –y todos los que le conocíamos sabemos que le dolían prendas a la hora de echarse piropos–. Pero no escribe para contar sus éxitos profesionales ni para postularse como un gran creador. No. Comparte con nosotros sus confidencias de niño, de adolescente y de joven. La historia la corta a los treinta años, cuando su trayectoria empieza a despuntar.
— ¿Le contó por qué había decidido escribirlas?
—No exactamente, pero él tuvo varios arrechuchos y problemas de salud, y eso le hizo reflexionar mucho sobre su vida y sobre sí mismo. Y creo que quiso ponerse al día con ese niño, no con ese niño con el que llevaba conviviendo tanto tiempo y a lo mejor no del todo a gusto. Es una puesta al día con su familia, con su infancia, con su pasado.
— Quizás sentía que era el momento de perdonarse.
—Tal vez. Es algo muy emocionante.
— Es su primer monólogo. ¿Cómo se siente?
—Feliz. Me permite pasar por muchos lugares, emocionalmente hablando. Es reflexivo, pero interpela mucho al público, y nunca había hecho una función donde me estuviera dirigiendo todo el tiempo a los espectadores; aquí el público es mi antagonista; es a él a quien miro, en quien me inspiro a menudo. Es un ejercicio muy interesante porque el público cada día es diferente. Me he sentido bien... Aunque hubo una etapa, en el ecuador de los ensayos, en la que llegaba un momento en el que no podía soportar el sonido de mi voz. Lo he hablado con otros compañeros y a ellos les ha pasado lo mismo. Me decía: cállate durante un mes. Claro, son treinta páginas de texto y yo no estoy acostumbrado tampoco a escucharme tanto tiempo. Vocalmente, es un ejercicio, además, en el que hay que ir dosificándose y dándose cuenta de dónde hay que beber, dónde hay que parar, dónde hay que lubricar la voz. Porque claro, nadie está hora y media hablando sin parar. Pero más allá de estas cosas, me he sentido muy feliz; hacer de Gerardo sin Gerardo era difícil, porque él me hubiera dado muchos datos de cada uno de los personajes.
— ¿Casi mejor, no?
—Sí, lo he pensado, que tal vez hubiera sido recocerse en la propia salsa. Hay otra cosas. Es la historia de un amigo que ya no está y que, lógicamente, me produce mucha tristeza, pero intento olvidarme de que es Gerardo Vera, e interpreto el personaje que está escrito; es un personaje de ficción. Hay cosas muy de él, y aunque hemos intentado huir absolutamente de la imitación, sí intento reproducir ritmos suyos a la hora de hablar o determinados ademanes y gestos. Pero, repito, intento olvidarme de Gerardo y hacer a un señor que no sé quién es. Si no, sería un desgaste emocional de tal calibre... De todos modos, he tenido la suerte de contar con José Luis Arellano, cómplice de Gerardo en tantos y tantos montajes, además de un gran amigo; él me ha ayudado a discernir, a elegir, a evitar lo que podría ser cansino en un texto que es tan narrativo, y buscarle las vueltas, vivirlo. Nos hemos ido más a la memoria que al recuerdo; es decir, a hacerlo todo menos evocativo, porque lo evocador casi siempre tiende a dulcificar, a magnificar, a engrandecer. Y ayuda más trabajar con una memoria más vívida y menos emocional. La ayuda de José Luis Collado también ha sido fundamental para lograr que el viaje sea placentero, algo que valoro cada vez más.
— ¿Gerardo es compasivo consigo mismo? ¿Es duro, cruel?
—Idealiza determinadas situaciones, pero no es autocomplaciente. No tiene problema en reconocer que en muchos momentos de su vida se equivocó al juzgar a algunas personas. Es sincero; no nos está contando 'Cinema paradiso'. Nos habla de un pueblo en la sierra donde el frío rompía los huesos, donde la gente era bastante seca y donde él como niño tuvo que buscar su sitio; se define a sí mismo todo el rato como 'un niño peculiar, un niño raro'. No es demasiado compasivo, pero concluye de manera muy bonita una historia tan dura como la de la relación con su padre.
— Habla de un contexto, pero ¿es una historia más 'humana' que 'social'? ¿Va a llegar también a los jóvenes?
—Sí. Gerardo nació en el año 1947. Pero en algunos ensayos ha habido jóvenes –Arellano dirige La Joven Compañía– y mi gran sorpresa ha sido que se emocionaban tanto o más que la gente más mayor, a la que por generación podría tocarle más la historia. ¿Y sabe dónde se enganchaban más estos jóvenes? En la historia con el padre. Todos pasamos en nuestra juventud por una etapa de rebeldía, de buscar nuestro lugar en el mundo, de 'matar al padre'; de una manera más o menos virulenta se reproduce en casi todos. Una chica me dijo después de la función que le había hecho plantearse muchas cosas de su relación con su madre. Eso es exactamente lo que tiene que conseguir el teatro: hacernos reflexionar, hacernos pensar, hacernos descubrir cosas sobre nosotros mismos y lo que nos rodea. Y en ese sentido, creo que el público joven se va a conectar, independientemente de que la Guerra Civil les suene como a un cuento de hace muchos años. Cada familia es distinta, pero todas tienen un patrón común de núcleo, de nido en el que te sientes protegido y a la vez amenazado; donde sabes que todo se va a perdonar y donde a veces uno no sabe medir la agresión porque sabes que te van a perdonar.
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