Un Beckett humorístico y moral
Con «Esperando a Godot», Samuel Beckett quiso colgar de un árbol al teatro tradicional de su tiempo. Para ello puso en escena a dos sucios mendigos metafísicos que, paradójicamente, limpiaron el teatro de retórica y cosmovisiones idealistas. Beckett hizo en esta obra la metafísica de la antimetafísica, el lenguaje de la carencia de lenguaje, la acción dramática donde la acción y el mundo parecen desaparecer. Pesimista a ultranza, u optimista lúcido, llevó tan lejos su perplejidad ante las cosas que esa perplejidad afectó no solo a su manera de ver al hombre, sino a su manera de ver las formas y las convenciones dramáticas. Su vanguardia es de raíz naturalista, para él el ser humano nace con el código de barras del sinsentido y de la infelicidad.
La matemática perfecta del teatro era para Beckett la resta más que la suma. Después de restar todo buscó el punto cero desde donde escribir. O, como él dijo, la necesidad de estar abajo. Por eso Beckett siempre es un autor peligroso para un director, hay que comprenderlo mucho para montar sus obras. En la versión que estos días se representa en el Bellas Artes, Antonio Simón ha hecho una apuesta decidida por el humor, por un humor donde lo mismo cabe el disparate que la ternura, el desvalimiento y la soledad que la comicidad. En realidad crea un espacio no lejos de Chaplin o de Buster Keaton como forma de ofrecernos una versión que pueda resultar atractiva al espectador medio. Simón se aparta del existencialismo trágico de otras versiones y nos da un Becket para todos los públicos. Un Beckett más para entretener y esperanzar que para perturbar.
El espacio desierto ideado en la obra original se convierte aquí en un nudo ferroviario, en dos vías que se unen. Dos vías abandonadas u olvidadas como las biografías de Didi y Gogo, pero de cuyo abandono, de cuyas cenizas existenciales se intenta mostrar lo que de dignidad encierra el ser humano, aunque duerma en un foso y sea golpeado todas las noches. La caracterización, la interpretación, la voz, el propio vestuario nos proyectan, desde el principio, a un territorio marcado por un fuerte artificio teatral, donde se representa más que se vive. Es el artificio empleado en el cine mudo pero que a los beckettianos profundos les hará exclamar que este Beckett está a medio gas, que el incendio no se produce.
La adaptación propone una lectura donde más que la vida como un callejón tapiado, se subraya el encuentro con el otro, el valor de compartir un destino en medio de la intemperie. Es el mensaje moral de esta ambiciosa propuesta.