«Añicos», de Carlos Be: las trampas de la redención

El eco de los casos de pederastia sucedidos en el barrio madrileño de Ciudad Lineal hace un año late tras el argumento de esta obra de Carlos Be en la que retumba sordamente un trauma insoportable. Una familia trata de recuperarse de un golpe devastador, los padres, rotos, asumen inmersos en una pesadilla paralizante el hecho de que su hija de once años, doliente carne viva, haya sido violada y permanezca sedada en una habitación incapaz de soportar el roce de la realidad cotidiana, mientras su hermano adolescente busca aturdido su lugar en el mundo. En este hogar hecho añicos irrumpe la hija veinteañera del violador, una víctima colateral de la tragedia, que entre la provocación y la buena voluntad tal vez intenta ofrecer una compensación que la redima de una culpa ajena por la que se siente si no cómplice sí partícipe y salpicada por la suciedad trágica de lo ocurrido.

Una pieza de cámara de intensidad desasosegante y opresiva a la que la medida y sensible puesta en escena de Pablo Martínez Bravo dota de una atmósfera de pesadumbre que lo impregna todo sutilmente. Una violenta tristeza que anega el trabajo de los actores de este estupendo montaje resuelto con un estallido inesperado. Si David González compone un padre encadenado a la crispación inevitable, Carlos López matiza el perfil náufrago del hijo y Sara Moraleda es esa extraña inquietante y tierna a la vez, merece un subrayado especial la callada y contenida energía sonámbula con que Raquel Pérez encarna a la madre, puro dolor andante.