CRÍTICA DE TEATRO

«El arquitecto y el emperador de Asiria»: tú y yo somos uno

La obra de Fernando Arrabal se presenta en Matadero interpretado por Fernando Albizu y Alberto Jiménez

«El arquitecto y el emperador de Asiria»: tú y yo somos uno CARLOS FURMAN

JUAN IGNACIO garcía garzón

El arquitecto y el emperador de Asiria, los dos personajes de esta obra que Fernando Arrabal escribió en 1965, reeditan la geometría reversible de las parejas de distintos que se confrontan en un espejo hasta que sus rasgos se confunden con los del otro. Podrían ser Calibán y Próspero presos de un sueño cíclico en el que se intercambiaran las personalidades, Vladimiro y Estragón tras comerse a Godot, Robinson Crusoe y Viernes enzarzados en un aprendizaje circular, el Gordo y el Flaco jugando a los médicos en una cámara de torturas, o un augusto y un carablanca zarrapastrosos que se alternan en la tarea de abofetear al otro que termina siendo él mismo. Criaturas en una isla, o sea, estrictamente aisladas, utilizadas como cobayas en el laboratorio del doctor Arrabal, que las obliga a combatirse, amarse y devorarse sin pausa.

El arquitecto , que disfruta de una eterna juventud, es el único habitante de una isla desierta, y el emperador , el único superviviente de un accidente aéreo. El segundo enseña a hablar al primero e introduce en su imaginario conceptos y rituales consumistas, religiosos (con su rataplán de blasfemia), maternofiliales (erizados de atroz ternura), amorosos (en el quicio del sadomasoquismo)… Una relación de poder y sumisión de ida y vuelta en la que el autor dibuja con ácido un perfil desalmado y extremo de la sociedad contemporánea pervertidora de la inocencia primigenia mientras vuelca en él sus propias obsesiones mezclando el brillo feroz de la intuición crítica y algunas baratijas de colores con las que aliñar su afán transgresor.

Hoy, curados de excesos, nos escandalizan menos las variantes malvadas de caca, culo, pedo y pis con que Arrabal asperja el texto; trepidan sin embargo las cargas de profundidad con que concibe la relación entre el yo y el otro, mi igual y su enemigo, que truecan sus papeles en un formidable juego de prestidigitación conceptual, y se mantiene viva también la pirotécnica batalla del lenguaje , el chaparrón verbal rezumante de imágenes y contrastes, la multiplicidad de referencias cruzadas (con Shakespeare al fondo) y un humor que va del negro a la pirueta del nonsense. Este buen montaje de Corina Fiorillo inaugura la colaboración entre el teatro Español y el San Martín de Buenos Aires . Vigorosa y muy física, la puesta en escena, sobre un espacio chamarilero de Norberto Laino, atiende en mi opinión más a la letra que a la música de la función, a explicitar lo que se dice más que a ahondar en su sentido. Fernando Albizu como el emperador y Alberto Jiménez como el arquitecto sacan partido a su diversidad física en una interpretación encarnizada y extenuante.

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