crítica de teatro

El jardín de los cerezos que se bifurcan

Coinciden en Madrid dos montajes de la obra maestra de Anton Chéjov

El jardín de los cerezos que se bifurcan marcosgpunto

juan ignacio garcía garzón

¿Qué montaje se ajusta más al espíritu de una obra de teatro: el que trata de ser miméticamente fiel al texto y a la época en que fue escrito o el que intenta una lectura que acomode la respiración de la pieza al momento en que es representada? Una rara casualidad ha hecho que coincidan en los escenarios madrileños dos puestas en escena de «El jardín de los cerezos», la última obra de Anton Chéjov, cuyo estreno dirigió en 1904 Constantin Stanislavski en el moscovita Teatro del Arte. La decadencia económica de la esclerotizada aristocracia rusa a finales del XIX y el ascenso de una incipiente burguesía es el fondo de una obra en la que el hermoso jardín de los cerezos de la finca de la arruinada Liubov Andréievna Ranévskaya se convierte en símbolo de ese proceso al ser subastado y adquirido, junto con el resto, por Lopajín, un próspero hombre de negocios hijo y nieto de antiguos siervos de la aristócrata, a quien infructuosamente ofrece un plan para salvar la propiedad. Una obra compleja, realista y melancólica al tiempo, en la que los personajes se entregan a triviales acciones cotidianas mientras el viejo estatus se va desmoronando y el tiempo transcurre de forma implacable.

Ángel Gutiérrez, profesional de gran prestigio formado en la antigua Unión Soviética como actor y director (fue uno de los «Niños de Rusia» que salieron de España durante la guerra civil y estudió con alumnos directos de Stanislavski), impregna con su conocimiento de la tradición eslava un espectáculo de lento desarrollo en el que casi es posible oír cómo crecen las flores de los cerezos. El director realiza un trabajo delicado y de gran meticulosidad que se recrea en los detalles costumbristas hasta aproximarse a una reconstrucción arqueológica. La buena labor conjunta del amplio reparto, con Marta Belaustegui como Ranévskaya y Jesús García Salgado como Lopajín, no salva una puesta en escena premiosa en exceso y algo embarullada.

En la Sala Réplika, Jaroslaw Bielski elige una opción más concentrada –sin duda por razones de espacio y presupuesto además de estilísticas– que va al tuétano de la función con sólo siete actores. Actualiza algún detalle –por ejemplo, los viajeros que llegan a la finca lo hacen en avión en lugar de en tren–, aunque respeta y potencia las líneas esenciales de la obra. Una lectura cuidadosa y dinámica, de gran vigor expresivo, en la que todos los actores tiene ocasión de protagonismo, con una estupenda Socorro Anadón en el papel de la propietaria y Antonio Duque como el sirviente abandonado al final de la obra. Lopajín, cuyo nombre se ha transformado como otros de la pieza, es aquí Serafín; lo encarna Raúl Chacón de forma eficaz y muy enérgica. Una acotación: se dice que Chéjov indicó al actor encargado de este personaje en el estreno que Lopajín no gritaba, pues «es rico y los ricos nunca gritan».

El jardín de los cerezos que se bifurcan

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