crítica de teatro

«La ola»: la semilla del totalitarismo

«La dirección de Montserrat Dukker, más eficaz que brillante, conduce vigorosamente el desarrollo de la acción»

«La ola»: la semilla del totalitarismo DAVID RUANO

JUAN IGNACIO GARCÍA GARZÓN

Lo terrible de los monstruos es que son iguales que nosotros como subrayó Hannah Arendt al describir la banalidad del mal: un probo padre de familia puede ejercer de eficiente funcionario que gasea judíos o tortura a sospechosos de cualquier disidencia; no son necesarias una presencia torva o una mentalidad enferma. Todos somos territorio fértil para que germine en él la semilla del totalitarismo, convenientemente plantada, regada y abonada. Esa parece ser la moraleja de «La ola», una idea de Marc Montserrat Dukker a partir de la experiencia real llevada a cabo en 1967, en un colegio de enseñanza secundaria de California, por el profesor Ron Jones, que ha propiciado novelas, películas y series de televisión.

Los alumnos quinceañeros de Jones no entendían cómo el pueblo alemán había podido permanecer de espaldas al horror del Holocausto y el profesor, respetado y querido por los escolares, quiso mostrarles de forma empírica, sin avisarles antes, la manera en que crece la semilla totalitaria agazapada bajo el manto de las buenas intenciones. Pervirtiendo el sentido de las palabras y manipulando sus mentes confiadas logró en apenas dos semanas –Jones detuvo la iniciativa alarmado por los resultados– alimentar una dinámica de grupo que denominaron «La tercera ola» y bajo cuyo impulso se proveyeron de distintivo, saludo y uniforme propios, adoptaron modos castrenses y corearon la consigna «¡El poder de la disciplina, el poder de la comunidad y el poder de la acción!». Sibilinamente inducidos por el docente, surgieron los informadores, la delación y los juicios sumarísimos. Algo que guarda cierta similitud con la atmósfera de «El señor de las moscas» de William Golding.

El experimento pedagógico mostró efectivamente los mecanismos de la seducción colectiva que apelan a nociones y emociones esenciales, comunes en movimientos que refuerzan la idea de grupo superior excluyente, ya sean de signo hitleriano, estalinista o, salvando las distancias criminales, nacionalistas reinventores del pasado y populistas que denuncian a los demás como casta mientras consolidan la propia. Pero también evidenció la «traición» del profesor en quien más confiaban los jóvenes, que puso en práctica el viejo y repulsivo refrán de que la letra con sangre entra.

Ignacio García May se ha documentado a fondo para dramatizar la experiencia californiana en un texto con brío e intención didáctica, aunque tal vez resuelva con demasiada rapidez la transformación de los alumnos, ajustados por lo general a una galería de estereotipos. La dirección de Montserrat Dukker, más eficaz que brillante, conduce vigorosamente el desarrollo de la acción. Xavier Mira matiza con muy buen tono la condición dual de Jones, y los jóvenes intérpretes que encarnan a los alumnos lo hacen con energía y entusiasmo. La escenografía realista de Jon Berrondo, excelentemente iluminada por Albert Faura, conjuga a la perfección el espacio del aula y lo que ocurre fuera de ella.

«La ola»: la semilla del totalitarismo

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