Bienal de Flamenco 2020
La sabiduría de besar la mano del maestro
Rafael Riqueni y Rocío Molina pusieron en pie al público del Teatro Central
Rocío Molina es sabia y por eso, por la sabiduría que le lleva acompañando en toda su carrera, hizo algo espontáneo que desveló un sentimiento general del público que «llenaba» (pandémicamente), el teatro Central: besó las manos de Rafael Riqueni .
«Inicio (Uno). Extracto de Trilogía sobre la guitarra» es el título que lleva esta obra estrenada el domingo a la poco flamenca hora de la una de la tarde. Un escenario con un lienzo blanco y sobre el una silla y dos guitarras. Sale Rafael Riqueni, sus manos sobre los trastes con ahogado sonido. Del medio del escenario surge Rocío Molina de blanco tul, casi parece un espectro. El tejido se mete entre sus pies, y va hacia el centro caminando despacio.
Y entonces comienza la magia de Riqueni, ese artista que busca sin descanso en su música la redención. El maestro nos traslada al Parque de María Luisa, y con los primeros compases de «Aquel día» se inicia una ceremonia que emociona por pura poesía.
«Estanque de los lotos», «Costurero de la reina», «La isleta de los patos», un trémolo titulado «Tiempo pasado», hasta llegar a «Jazmín, azahar», «Trinos»..., no hay descanso en las manos mágicas de un maestro que en cada nota da un paso más hacia la eternidad de los que dejan la huella indeleble en la memoria de varias generaciones.
Molina lo sabe, por eso no le va a la zaga . Baila con muchos elementos, algo tan propio de ella. En los inicios, sólo los brazos, mete poco los pies; hace bellos escorzos, cambrés estilizadísimos, casi imposibles..., hace sonidos de mariposas con dos pequeños abanicos que luego mete en el agua. Molina baila con ése acento contemporáneo que tiene su danza, pero que rezuma de flamenco y que la caracteriza.
Coge un paño lo humedece en un recipiente blanco, las gotas al caer se confunden..., sonidos del Parque. Se pasa el paño blanco por el cuerpo y lo coloca sobre su cabeza, luego va hacia el maestro y lo refresca. Hay complicidad entre ambos. Se miran, sonríen.
Sigue este poema dancístico de la guitarra y entonces la bailaora deja sólo al maestro. Riqueni pone sus manos y de ellas sale una hermosísima soleá..., no se puede tocar mejor. El público estalla en aplausos. Estábamos arriba y hemos subido un poco más.
Sale la bailaora. Viste de velos transparentes y comienza a arrancar el tapiz blanco del escenario. El pelo está suelto y lleva un cordel en su cuello, parece una Magdalena penitente. Suenan los primeros compases: «Amarguras». Algo va a pasar. Y pasa. La guitarra emociona, se oyen suspiros. Rocío Molina coge el inmenso tapiz blanco, se lo coloca rodeando su cuerpo, sólo su cabellera se ve desde atrás. De entre los enormes pliegues sólo salen las manos, como si fuera algo etéreo. La tela zurbaranesca se enreda en el cuerpo de Rocío, y ella sigue moviéndose al son de esta marcha de Font de Anta. Se pone el cíngulo a la cintura hace del tapiz un inmenso refugio, y baila dentro y fuera de él creando unas imágenes extraordinarias.
Lo fácil hubiera sido acabar ahí, en esa última nota tan rotunda, pero no sería propio de ambos artistas, ninguno lo pone fácil a la vida. Riqueni sitúa sus dedos en los trastes y suenan «Los Quintero» y «Cogiendo rosas» para que Molina meta bien sus pies una y otra vez y desgrane sus manos en el baile, una danza que ha mantenido arriba desde el minuto uno, con lo difícil que es, algo sólo reservado para unos pocos. Pero ella sabe que la guitarra está en el Olimpo y quiere acompañarla. Por eso, cuando al final el público puesto en pie, ovaciona y agradece el bellísimo espectáculo y ambos artistas se abrazan, Molina no pudo hacer más que lo que hizo: besar las manos del maestro. Así es como se gana sabiduría.
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