¿Quién quiere ser Tomás de Perrate?

El cantaor utrerano da la de cal y la de arena en un espectáculo en el que osciló de lo clásico a lo experimental

Tomás de Perrate con Alfredo Lagos, en el Lope de Vega Vanessa Gomez
Alberto García Reyes

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Hay dos Tomás de Perrate. Uno que canta para darse cabezazos y otro que se mete en berenjenales. Esta vez ha primado el que va por derecho, el que se adentra en las seguiriyas del Nitri con ese estilo pastueño de su casa, llevando los arreones con la cadencia gutural de su padre, masticando cada letra. A mí me vuelve loco el que escarba en la necrópolis de Utrera para sacar tuétanos, el que hace la seguiriya mairenista y el cambio de Juanichi el Manijero dando los jipíos para adentro, ese que obliga a Alfredo Lagos, un guitarrista como una catedral , a acompañarle por arriba, casi por serranas, para que suene aún más grave su esencia primitiva. Me gusta el que hace las tonás sin adornos. El hijo de Perrate es de esos cantaores por los que hay que ir a un teatro siempre, pero hace tiempo que ando perdido con él. No puede comprender cómo un artista tan profundo puede meterse en imposturas tan alejadas de su verdad. Ahí tienen que buscar los que no tienen el duro, no los que manejan el meollo. Si los pregones y corridos que tiene en su repertorio natural este gitano los pudiera hacer otro, tendría lógica que buscara por donde nadie pisa, pero siendo tan genuino no tiene sentido salirse del carril. Cuando Tomás hurga en sus antepasados juega con ventaja . El romance, algo encorsetado, tiene un soniquete que sólo se sabe hacer en su casapuerta. La seguidilla de Alosno sacada de su compás, con el acento cambiado para coger aires de bulería al golpe, es una joya. En el metal de Tomás, esos cantes viejos suenan a siempre. Invitan a cerrar los ojos y viajar por la leyenda del cante. Como la soleá de la Serneta, que es la obra maestra que cuelga de la pared de su salón. La letra vale para intentar convencerlo: «Presumes que eres la ciencia / y yo no lo entiendo así».

Quizás abusa de una rítmica repetitiva en la elección de los estilos, sobre todo en el aire de la bulería que se canta entre la Vereda de Utrera y la torre de Lebrija . Tal vez está algo sometido a la dictadura del escenario y arriesga poco, lo que a veces conduce a la frialdad. Es probable también que algunas letras se le embarullen en su eco nasal, incluso que se desvíe de la médula interpretando un tango argentino como «La última curda». Pero en su garganta está el esqueleto del cante, la estructura ósea del flamenco, que es tan sencillo que muy pocos lo consiguen. La clave de esa forma tan pura se asienta en los cambios tonales afinados con rotundidad. En la bulería de su tierra pasa de lo modal a lo menor con máxima austeridad . Por eso no se entiende la superficialidad de la bulería en tonos mayores en la que simplemente juega a hacer compás con la boca. Los experimentos que quieren endosarle a este artista están fuera de su idiosincrasia. Y aunque me duele escribirlo, porque Tomás me gusta a rabiar, no tengo más remedio que hacerlo. ¿Qué pretenden presuntos vanguardistas que asesoran al Perrate? ¿Por qué un cantaor de ese nivel permite que le dirijan? Lo he dicho muchas veces y lo repetiré hasta que me duela la boca: Pedro G. Romero es un fiasco para el flamenco . Detesto el inmovilismo, pero tanto como el falso vanguardismo. Así que seguiré rezando para que Tomás el de Perrate se salve de este naufragio. Porque por ahora el gran cantaor de Utrera está empeñado en ser cualquiera menos él.

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