No es Rancapino Chico, es Rancapino Grande
El cantaor chiclanero, hijo de uno de los maestros históricos, abre su propio camino en la Bienal para agrandar su dinastía
Lo más difícil del mundo es ser el hijo de un maestro histórico y no parecerte a él. El niño de Rancapino es al menos tan bueno como su padre . Tiene la garra del viejo porque eso viene en la sangre, pero no suena a lo mismo. Ha sabido respetar su dinastía, dejarla colgada en el museo del flamenco, y salir por otra vereda que no es de nadie, nada más que suya, aunque se vaya cruzando por ella con los pilares históricos. En las familias jondas se ha dado casi siempre el endemismo. Y Alonso también ha roto esa tradición . Sale con una guitarra vertical para sostenerse en la escuela de Manuel Molina , a quien le arranca una frase que es el santo y seña de la pureza: «Lo que más me irrita de la vida es la monotonía». Por eso el de Chiclana entra en la bulería lenta, en tono de taranto, con un preludio de tanguillo. Y en el hilo de voz que tiene de cuna ensarta dos o tres gañafones en honor al gitano de las barbas que de momento me ponen hirviendo. Cantar por derecho es exactamente eso. Es para adentro, no para fuera. Es el ay de la seguiriya del Viejo de la Isla en la versión de Manuel Torre que Alonso susurra. Porque el dolor verdadero no se grita. Los días «señalaítos» de Santiago y Santa Ana se dicen echándole miel a la herida de Curro Durse. Esa es la verdad del cante. No es una exhibición de poder. El cante no está en la garganta, está en el pecho, en el estómago, en los huesos, en algún sitio al que hay que ir a escarbar. Por eso no está al alcance de cualquiera. Y por eso voy a levantar la bandera de Rancapino Chico hasta lo alto de la cumbre. Porque pudiendo haberse quedado en el salón de su casa, o como mucho haber cogido aires camaroneros por mera cercanía personal y geográfica, se ha ido a buscar a todos los grandes para encontrarse a sí mismo.
La bulería al golpe de Lebrija alrededor de la mesa, con el reloj de Antonio Mairena marcando las dos de la mañana, todavía están dentro de su cortijo. Pero ¿y el fandango de Huelva? Que un gitano que tiene moreno hasta el blanco de los ojos se acuerde de Toronjo es para darse chocazos. La grandeza de Alonso está en que no tiene prejuicios. Y eso revienta un tópico: su padre tampoco los tiene si ha conseguido que su hijo haya adquirido esos valores. La idea está clara: bueno es todo el que cante bien, se llame como se llame y venga de donde venga. Eso lo dice un calé que tiene varias generaciones de cante a sus espaldas sin salir de su casa. Ole, ole y mil veces ole. Que un cantaor que tiene esa casta se refleje en Caracol y tenga en el centro del reloj a Manuel Torre para ir pasando las agujas por Camarón, Mairena o Manuel puede esperarse, ¿pero que un Rancapino cante por Valderrama ? Su versión del «Emigrante» es una joya por el gesto y por cómo le mete mano. Alonso tiene un caramelo en el paladar. Canta con una suavidad que duele en el alma. No tiene ningún artificio, todo en él es verdad, sencillez, profundidad. No alarga ni un tercio más de lo necesario. Se va metiendo despacio en las entrañas del que lo escucha , como mete un cirujano el bisturí por la barriga, y cuando te vienes a dar cuenta te ha cogido el corazón con la mano. Es como la humedad. Entra poco a poco y luego no hay quien se la saque del cuerpo. El cante de Rancapino es una llama de futuro porque más allá de sus conocimientos y de su afición está en lo hondo. Hay que bajar varios metros para cogerlo. Está hecho como las papas. Bajo tierra. Con la lluvia de la zambra de Caracol y el metal justito de su clan , ese eco que parece débil y de tanto parecerlo es invencible. «La pureza no se puede perder nunca cuando uno la lleve dentro», dice el genio de la Isla sobre las manecillas que marcan el tiempo al fondo del escenario. Ese es el lema de Alonso. De todas las fuentes se puede coger agua para regar su sembrado. De Camarón escoge los tanguillos «Una rosa pa tu pelo» del disco «Potro de rabia y miel» , su testamento final con Paco de Lucía. Y eso es exactamente Alonso, un potro de rabia y miel. Una mezcla exacta entre el desgarro y la dulzura, un cantaor que se desboca tranquilo, sin correr, porque se expresa con la aguja chica, la de las horas, no la grande. No canta para hoy. Canta para siempre. Buscando los colores morenos del Torta por bulerías . Echándole mano a cualquiera que tenga algo que decir. Pero sin parecerse a nadie, ni siquiera al que le dio la vida. A su aire.
Yo le tiro mi chaqueta al suelo porque Rancapino Chico es la bisagra que abre la puerta del porvenir . No es una mirada al pasado. Es una mirada a la eternidad, a ese sitio donde el tiempo no importa, donde las horas no corren, donde el cante es la única medida, donde no hay más que un baúl de oles que él puede abrir cada vez que le dé la gana. Lo más difícil del mundo es no parecerse a nadie cuando todo el mundo espera que te parezcas a tu padre. No hay una manera mejor de honrarlo, de quererlo, de hacerlo mejor todavía. Así que vamos a dejar de llamarle Rancapino Chico porque este Rancapino es muy grande.
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