Crítica

Lección del maestro Marco Bellocchio en el cierre del Festival de Cine Europeo de Sevilla

El director italiano logra con «El traidor» su más bella ópera humana, sublime enjambre de rostros desencajados

«El traidor» del italiano Bruno Bellocchio ABC

Alfonso Crespo

Se clausuró la competición con un peso pesado, el único superviviente de la generación italiana de los años sesenta, Bellocchio , que continúa con «El traidor» su valiente paseo por los bajos fondos del siglo XX italiano. Nadie en Europa está llevando a cabo algo parecido a este plan detectivesco y desmitificador; ningún cineasta queda con un espíritu tan libre y un apasionamiento formal tan afiliado en el cine de autor.

«El traidor» puede llamar a equívocos, principalmente porque lo hemos visto casi todo sobre la mafia y, asimismo, Bellocchio parece aquí más constreñido de lo habitual, quebrando el «look» televisivo en contadas ocasiones a partir de esas ráfagas de imágenes —que igualan a los pistoleros con ratas, hienas y otras alimañas— donde se sabotea la horizontalidad en busca de metáforas y rimas que sacudan al espectador y eleven la película (en este sentido, se echa en falta la paleta de cortocircuitos de, por ejemplo, «Buenos días, noche», sobre el caso Moro, por no rescatar la oscura sinfonía de «Vincere», retrato del ascenso del fascismo).

La vida del famoso Buscetta, mafioso arrepentido y calculador que puso a la mafia siciliana en jaque al convertirse en confidente del juez Falcone , le sirve sin embargo para explorar otra vía, que, si ofrece la espalda a las convenciones del subgénero de acción, también lo hace con las señas de identidad comentadas: el encabalgamiento de rupturas y la dialéctica disonante de imágenes y sonidos.

«El traidor» se juega en otra arena, la de la gravedad de cuerpos y miradas, ahí donde el espacio se reordena y el cine puede reinventar su gramática. ¿Qué arena? La del juicio a los mafiosos, un teatro con escena, proscenio, patio de butacas y hasta gallinero, donde Bellocchio, aprovechando la naturaleza íntima del conflicto entre criminales —que tan grosero como complejo se presenta— redescubre una nueva manera de filmar al hilo de lo específico del curioso encuentro entre clanes enemistados.

En este espacio, la confrontación directa, la fórmula del plano/contraplano en la conversación entre iguales , queda abolida, pues la mirada —la posibilidad o no de sostenerla frente al contrario— se somete a un nuevo entramado, el que se sigue de la condición de testigo protegido de Buscetta: dentro y fuera al mismo tiempo del juicio desde su burbuja de cristal.

Bellocchio logra así su más bella ópera humana, sublime enjambre de rostros desencajados — selección magnífica de actores , marca de la casa—, de ojos desorientados y voces airadas que sobrevuelan el espacio mientras otras palabras, las del mafioso «pentito», sellan la condena.

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