Flamenco
José Valencia y Rafael de Utrera, cante clandestino a la hora del café
Ambos cantaores firman un recital memorable en un horario insólito en el teatro Central dentro del ciclo «Flamenco viene del Sur»
Yo vengo aquí a intercambiar el veneno que la realidad me inyecta por sangre nueva, sin impurezas. Vengo a curarme del espanto con una transfusión que en su primer goteo, de pronto, me hace olvidar que son las cuatro de la tarde y que el toque acecha. Es la soleá de Joaquín el de la Paula que se desliza oronda del pecho de José Valencia y se arrastra por el suelo hasta mis pies. Que me abraza. Que me sacude. Dejo de inhalar entonces el hedor a clandestinidad de los vacíos del teatro e inicio un proceso de sanación mística. El cante evasivo de Lebrija, que se desprende cómplice sobre mí, ha desatado la maraña que bajo la nuez traía de casa.
Su granaína , en compañía de Juan Requena a la guitarra , serpentea a media voz para resquebrajarse al completo en la media y los abandolaos. Hace algo de frío porque somos pocos. Pero en el latigazo infernal de su maestro más directo, El Lebrijano, se cobija por tientos y tangos con la llama ya prendida. Ábranle el alma y registren. Busquen su calor. Olviden el cerrojo de fuera. Láncense al río que propone, aquel en el que Pastora, La Paquera y Naranjito no son más que su reinterpretación. Todo se desdibuja y se hace suyo : la seguiriya torreriana y funesta, las bulerías jocosas y profundas de su tierra. Todo. Lo popular se proyecta con su firma, superdotada de facultades. En algún momento, con la letra agazapada tras su arrebato, tendencia que ha corregido con los años.
Uno parte el tronco por debajo y otro, quien lo sigue en esta cita, por arriba. Rafael de Utrera se arrima al público con la soleá apolá que Camarón envolvió junto a Paco de Lucía en «El espejo en que te miras» con un arco melódico improbable, vasto y ancho. Susurra grave y muero. Sube y muero también, porque de partida lo intuyo imposible hasta que comprendo que es en ese lugar de nadie donde se siente más cómodo. Donde no se puede cantar pero él consigue un crujido astilloso que resulta único. En la venta vieja de Eritaña junto al Perla, hecho polvo y nube. Cantaor quimérico por laíno, roto con el alfiler de la memoria, encapotado en una llaga de amarga finura, mágico y tímido tras la barbilla, desbordante cuando jadea arenoso con el reloj al cuello al bajar la lengua y punzante justo después.
No abandona a su ídolo en la taranta de Fernando el de Triana ni en la de la Gabriela, por donde cuela «La tarara» con una bellísima dificultad en el tono. Quejumbroso e inspirado, pasea su eco por cantiñas, vidalita, farruca, tientos, tangos y bulerías, con el habitual «Señorita», de Enrique Montoya. No han ganado ninguno de los dos. Ni José ni Rafael . Sus pueblos hermanos, Lebrija y Utrera, los han encumbrado hasta este escenario a la rara hora del café y la victoria es de todos . Del flamenco, de la cultura y de los que todavía podemos disfrutarla. A traguitos extraños que queman. Cuando sea. Con gozo y ganas de algo más.