Flamenco SinCejilla

Cinco años de la muerte de Manuel Agujetas, entre el mito y la realidad del cante

Un 25 de diciembre de 2010, se marchó el máximo representante de esta saga flamenca de Jerez de la Frontera

Manuel Agujetas, cantaor de flamenco ABC

Luis Ybarra Ramírez

Nadie cavó nunca tan hondo para pedirle a los astros. Lo hizo a través de esa seguirilla del Planeta que tanto y tan bien se cultivó en su casa: «A la luna le pido, la del alto cielo...». A través de la sangre apelmazada en la garganta, con coágulos de tierra y de muerte, jugando siempre a morir en cada tercio. Su cante, que se apagó un 25 de diciembre de hace cinco años, viene del mismo sitio de donde él vio la primera luz: un territorio inefable. Y es que el desconocimiento de su propia fecha de nacimiento esclarece por otro lado el punto de partida de su figura. Una perspectiva, al menos, desde la que abordarla: la confusión.

Manuel Agujetas es un ay anárquico que no sabe cuándo nació y sobre el que penden dudas de dónde. ¿Jerez? ¿Rota? Un Bukowski gitano y cantor que recibió el apodo de su padre, El Viejo, quien trabajó cambiando las agujas del ferrocarril. En esas voces desprovistas de adorno encontró la estética de Manuel Torre su mayor bastión. Herederos de un espacio atemporal que inspiró a Lorca en el «Romancero gitano», que no encontró su lugar en los cilindros de cera a principios del siglo XX y del que solo sabemos esa fórmula socrática de que no tenemos ni idea.

Comparó al rey Juan Carlos de Borbón con un melocotón por bulerías, se casó con una mujer japonesa y sus restos mortales, por petición propia, descansan en el país nipón , cultura que imagino recibiendo su hondo alarido con enorme congoja. Con fervor. ¿De dónde vendría aquel desgarro temperamental cuando sobre las eneas compartía con intimismo su discurso más cabal? Pues de donde él era: pavorosa ciudad entre la realidad y el mito. Eso fue lo que le diferenció de sus coetáneos, más allá de lo puramente artístico: la construcción de un personaje impenetrable , resultado de un pasado remoto al que no logramos poner fecha, apartado por su salvajismo, diferente y subversivo, también soberbio e incorrecto. Capitán de sus dolencias, extraño por difuso, icónico en sus formas. Tan arraigado en lo profundo que acabó por convertirse en vanguardia . Lo siento. ¿Lo escucharon en el álbum que tiene junto al sitar de Gualberto? Qué es eso. Metal, cadmio, jadeo paisajístico de Oriente. Una rareza, en definitiva, sobre la que podríamos trazar una línea hacia Enrique Morente, quien antes ya había grabado con el músico sevillano su «Terraplén» y la «Canción del arco iris». Los antagónicos, a veces, no lo son tanto.

«Oriundo de la caverna», señaló Caballero Bonald. Hombre de mística poesía que dejó al flamenco no huérfano de pureza, sino de imagen idealizada de pureza . En ocasiones, se negó a repetir en los estudios de grabación una misma pista. «Así se queda», diría, por ejemplo, al término de su colaboración en «V.O.R.S, Jerez al cante», una de sus últimas. Se marchaba antes de la mayor parte de los fin de fiesta de los espectáculos en los que actuaba. Soleá, seguirilla, tonás, fandangos. Esos eran los palos en los que Agujetas se movía, donde recreaba los estilos que vuelven a fundarse de nuevo cuando alguno de sus descendientes o de sus hermanos los interpreta. Evocación caló sin dueño, diferente y alta, tan de nadie como de ningún lugar. También, por lo visto, poseía un ipod, y quién sabe lo que sonaría por ahí. Arcaico, actual. Quién sabe nada, en realidad. Eso es lo único que deduzco de su abstracta biografía. Pero qué importa.

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