Bienal de Sevilla 2020: Flamenco eres tú, José Valencia

El lebrijano asciende al trono del cante contemporáneo con la adaptación de Bécquer que le ha hecho Paco Robles

José Valencia, este lunes en la Bienal J. M. Serrano

Alberto García Reyes

Se puede ser un buen cantaor, que es muy difícil, y se puede ser un creador, que es más difícil. El flamenco de hoy esta sobrado de lo primero y muy falto de lo segundo. La época dorada ha dejado un erial a su espalda. Qué solos se quedan los muertos. Pero en Lebrija hay un eco que ha resucitado la conjunción de duendes: cantar como es y crear como nunca ha sido. José Valencia tiene el pulso becqueriano en su voz. Métrica propia. Lo popular elevado a lo místico. Cuando sonó la marcha de palio por delante de la seguiriya soñé con la sombra de una cruz por la calle Conde de Barajas , casa natal del poeta al que José no ha puesto música, ha puesto poesía.

Bécquer escribió para su voz, para ese jipío natural que levanta lápidas de Lebrija. Su faro, Juan el Lebrijano , en los giros nuevos de las melodías viejas. Su tío Manuel de Paula en los engarces de la seguiriya funeraria. Curro Malena en el tronío de la letra de cambio. Ya no están solos los muertos ni los vivos. Ahora está Joselito con ellos. Rescatando flores abandonadas del erial del flamenco. Siguiendo la escuela de los genios que a finales del siglo XX se apoyaron en Félix Grande o Caballero Bonald para cantar historias bien escritas.

Paco Robles estaba en la platea. Él ha adaptado a Bécquer para la garganta de Valencia, le ha hecho la horma para que la profundidad de la lírica de Gustavo Adolfo, tal vez el más flamenco en esencia de todos los poetas, se ajuste al desgarro del cantaor. Eso sólo se puede lograr si se sabe todo de ambas cosas. De poesía y de cante. De Bécquer y de flamenco. Porque todas las sílabas tónicas de los versos caen en los acentos del compás. Y porque todos los hachazos del texto coinciden con los gañafones del cante. El romance lebrijano de la Rima XXV lo prueba. Nada hay más antiguo en la música culta andaluza que los corridos gitanos que Antonio Mairena encajó luego por bulerías por soleá.

Nada hay más atemporal que una declaración de amor a voces: «Cuando se clavan tus ojos / en un invisible objeto / y tus labios ilumina / de una sonrisa el reflejo, / por leer sobre tu frente / el callado pensamiento / que pasa como la nube / del mar sobre el ancho espejo...». Bécquer elevó la soleá. El desamor. Fue una deidad de la palabra. Pero no fue superior a Manuel Torre . Cada uno en su sitio hallaron una forma nueva para el único fondo que importa. Y ahora José Valencia ha excavado esa fosa para buscar los huesos de su cultura. Se canta para evitar la muerte. La muerte grande. La chica es una fruslería inevitable. No se canta para entretener. Se canta como escribía Bécquer: para convencer al tiempo de que no tiene valor.

La diferencia de Valencia con Sandra Carrasco permite entenderlo mejor. Esto no va de sonar bien, ni de que los textos estén cuadrados. La diferencia entre un versificador y un poeta es la misma que entre un cantaor y un artista. José no se salió de la otra dimensión. Llevó a la seriedad de la malagueña la Rima XXIII, «Por una mirada un mundo», y luego la abandoló después de que Juan Requena, abrazado a la sonanta, le dijera la letra del cuarto de cabales: «En un cuartito los dos / veneno que tú me dieras, / veneno tomara yo». Y yo. Cuando se pusieron a recitar por bulerías al genio sevillano estaban retando a los que dudan: se puede ser culto para todo el mundo, como el flamenco y como Bécquer, y popular sin que te entienda nadie. El arte no es mayor o menor por sus formas. Lo es siempre por su trascendencia. Nadie sabe eso mejor que Robles, que en esta hora suya de quejío ha metido por fandangos la Rima V, que es su biografía: «Yo río en los alcores / susurro en la alta hierba, / suspiro en la onda pura/ y lloro en la hoja seca». Y luego le endosa a la malagueña del Mellizo la letra de los infortunios: «Mi vida es un erial / flor que toco se deshoja, / que en mi camino fatal / alguien va sembrando el mal / para que yo lo recoja». Ahí ya me deshice. Busqué a Paco con la mirada lejana para echarle un manojo de oles con la pupila. Para decirle que volverán las oscuras golondrinas. En un cuartito los dos... Pero él estaba llorando con José. Porque en el lienzo blanco con el que habían tapado la cara del flamenco se retiró ayer. Valencia destapó el nicho de un arte que sin personalidad se reduce a máquina cantaora.

Es tal vez el único de su tiempo que, sin traicionar sus querencias lebrijanistas, ha creído en sí mismo y ha conseguido llegar a la madurez con una obra propia. Ya no grita, ya sabe que el exceso de facultades es sólo un don que le ha sido otorgado por la providencia, qué él no tiene ningún mérito por haber sido dotado con esa gracia. Más bien al contrario. Cuando se tiene la virtud natural lo más habitual es perder. El que no tiene, no pierde nada. José Valencia ha demostrado en el Lope de Vega que está a la altura de la voz que le ha sido concedida. Que Dios no se equivocó al elegirlo. Que cuando mete «Dos rojas lenguas de fuego» por cantiñas, de la romera a Pinini, está apoyando el codo sobre el mostrador de un poeta universal para mirarlo cara a cara. Que el flamenco y la poesía, «a un mismo tronco enlazadas, / se aproximan, y al besarse / forman una sola llama». Que cantar, como dice Robles, es ser, no estar. Así que a partir de ahora, si me preguntan qué es flamenco, diré: flamenco... eres tú, José. Tú cuando aprietas el puño para buscar tu propio camino y Paco Robles cuando abre su mano para secarse los ojos cambiando el sino del poeta. Si después de Camarón, El Lebrijano o Morente ha vuelto José Valencia al nido de las grandes golondrinas, aquellas que aprendieron nuestros nombres, Paco, también volverán.

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