Flamenco

Bienal de Sevilla 2020: Fahmi Alqhai y Patricia Guerrero, pan de oro para un día gris

El violagambista sevillano y la bailaora granadina firman un espectáculo memorable en San Luis de los Franceses

Espectáculo Paraíso Perdido, con la participación de Fahmi Alqhai y Patricia Guerrero en la iglesia San Luis de los Franceses Juan Flores

Luis Ybarra Ramirez

Han elegido el día más nublado para venir a envolvernos en pan de oro. Con humedad en los huesos untuosos, sin más pretensión que esa, Fahmi Alqhai y Patricia Guerrero nos acogieron en su garganta de cuerda frotada y baile para que, como si de un tobogán se tratase, nos deslizara hacia esa promesa de paraíso perdido. No es al edén de Milton al que se dirigen, sino a una ciudad remota que es esta que fue y no ha sido. Un barroco de corro en la calle encontrado con la danza flamenca . Marionas que la granadina interpreta por bulerías, canarios que son tangos, un fandango con más de tres siglos de letargo en el pentagrama, el de Santiago de Murcia, para una joven que no supera la treintena.

La viola da gamba carraspea como una lengua de madera. Y ella busca en ningún lugar poses pretéritas con la mirada, con un gesto entre lo culto y lo popular. Divertida y con careta, elegante y burlesca. Se canta fúnebre a sí misma con el eco hecho petenera bajo un velo negro y seguirillera en los reniegos del tipo más romántico de la Alameda: Tomás Pavón, un hombre con la voz encerrada en el alma y el alma fuera siempre de su contexto, mucho más atrás. Y atrás. Con las uñas llenas de tierra de hurgar por las páginas sepultadas de escombros, sigue bailando. Tiene el luto y la guasa, a Bach muerto entre los brazos, el adoquín y el mármol ámbar de un palacio en la planta del pie. Se rompe como un palio que ya de lejos se intuye herido, con los varales hechos trizas. Mastica los silencios, renace y muere. Vuela.

Los diálogos de viejos y nuevos sones que inició el músico sevillano junto a Rocío Márquez están allí y avanzan en la conversación por su cuenta. Desprovistos casi de norma y, por supuesto, de dueño. Una actriz le ayuda sin estorbar a Patricia Guerrero en los cambios de vestuario. El festejo y el entierro no cesan. Ya, como los requiebros de aquel gitano genial y a destiempo de todo, en un salón de cristal imaginario en el que llueve el pan cetrino del principio mojado de un sudor en el que gozosamente nos bañamos. Qué extraño paraíso.

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