Bienal de Flamenco de Sevilla 2018
Utrera, siempre «p’alante»
El legendario Antonio el Cuchara presumió ayer de descendencia en el Lope de Vega para demostrar que el flamenco de su tierra sigue vivo

La mera presencia del Cuchara, con su bastón y su pañuelo colorado, es suficiente para decir ole. Porque en las hechuras de ese gitano está resumida la importancia de Utrera en el flamenco. Pero encima canta Joselito Chico, que es un majareta con los metales gastados que entra de lleno en los meollos de la soleá. De la seguiriya aceitunera de Nico Peña y Jesús de la Frasquita a la sencillez inabarcable de Joselito hay una peoná. Pero el cante sudado no se parece en nada al perfumado. La idea de Pitín, autor de esta obra, iba por ahí: demostrar que en Utrera no se canta para comer, sino para vivir. Que hay voces a manojos por las esquinas. Ecos no profesionales. Y también una esperanza gitana. Se llama Sofía Suárez y es nieta de Antonio el Cuchara. Baila con otra idea. Con manoletinas por cantiñas de Pinini. Sin saltos.
El árbol sigue. La raíz todavía está fuerte y los nuevos brotes son resistentes. Pero es que además hay tronco. En la tierra de la Fernanda, que fue una revolucionaria, continúa labrándose la personalidad. Si algo tiene Utrera es que no agota nunca su manantial y, además, ningún artista se parece a otro. Cada uno es cada uno. Y en el mismo saco caben Perrate y Bambino. La guitarra sobria de Pitín y la percusión sofisticada de Antonio Moreno. Quizás en ese tramo del espectáculo se abusa de una dramaturgia innecesaria porque para reivindicar ese terruño como cuna del toro bravo no es necesario dejar caer cornamentas del cielo. Pero puede que sea cuestión de gustos. Porque el lamento posterior con el rito de los campaneros de Santa María y Santiago, una tradición que se ha conservado como oro en paño en el pueblo, fue un homenaje sincero a las entrañas utreranas, donde a lo largo de los tiempos no sólo se han volteado las campanas, sino los cantes. La mejor prueba es Delia, otra descendiente de Antonio Peña. Y sobre todo Sofía, que tiene un empaque de bailaora que quita el sentido. Si se deja la propuesta escénica aparte, que es mejorable y a veces se aparta de la vereda que atraviesa Utrera con propuestas que no encajan en la idiosincrasia del flamenco, la aparición de la Suárez es un hallazgo importante. Carece todavía de conceptos como el dominio de los espacios o la naturalidad en determinados gestos porque es una niña, pero tiene ese no sé qué que hay que vigilar de cerca. Sus movimientos con la bata de cola blanca fueron sorprendentes porque mezclaban la elegancia de la escuela sevillana —se le nota la mano de la casa Coral— con la rabia de su cuna. Es como si se mezclara el aire de Matilde con el gañafón del Funi. Y por detrás su hermano Joselito, un chiquillo, cantándole «Señorita» de Enrique Montoya. Lo emocionante no es cómo canta, que es lo de menos a esa edad, es lo que canta.
Pero cuidado. José Valencia le gritaba desde dentro para corregirle su vicio de darle la espalda al público: «¡Siempre mirando p’alante!». Ése es el lema. Siempre de frente. Porque Utrera no es una industria jonda. Es algo más importante: una reserva. Y por ahí es por donde hay que entender esta propuesta. No como un montaje virtuoso, sino como una liturgia en un escenario. Si se le aplica el criterio estrictamente profesional, muchas cosas se quedan al límite. Pero si se mira como una invitación a una fiesta en la calle Nueva, esto es un regalo. Porque el día que se pierda es manera de entender el flamenco habrá muerto el propio flamenco. Una cosa es el arte de cambio y otra el de uso. Una cosa es el cante que se comercializa y otra el que sirve para desahogarse. En Utrera se canta por bulerías con una cadencia concreta. Y hasta las estatuas de las plazas la conocen. Por eso esta reunión tiene sentido en la Bienal. Porque no pretende más que defender una verdad. Si no, ahí está la bailaora, que se cuajó por soleá. Y ahí queda la voz eterna del Cuchara, patriarca de una estirpe que no entiende esto como un negocio, sino como un sustento. La escena de José Valencia, que cogió el tren en Lebrija para bajarse en el matadero y echar un rato con su tío diciéndole cosas de Gaspar, será de las que no se olviden. Dos épocas frente a frente, pero una misma manera de entender esto. El tiempo sobre el tiempo. Antonio al golpe. El cante por delante y la vida por detrás. La llamada con los brazos al cielo. Y me voy clavando como dos puñales las dos manecillas que tiene el reloj...
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