Bienal de Flamenco de Sevilla 2018
José Valencia, un nuevo maestro
El cantaor lebrijano se ha consagrado en la Bienal como el gran creador jondo de su generación con la obra «Bashavel»
Hace apenas unos años, José Valencia era un cantaor de atrás con unas condiciones apabullantes. Ahora, sin embargo, el lebrijano es un artista del primer escalafón porque ha seguido el proceso natural sin saltarse ningún capítulo y porque, además, tiene el duro. «Bashavel» es exactamente la consagración de ese progreso. El Valencia es de los poquísimos cantaores de su generación que propone cosas, que no se conforma con ser sólo un buen intérprete, sino que tiene ideas propias y las desarrolla, tanto en la construcción de obras con unidad temática como en la revisión interna de los propios cantes. Tiene sus fuentes claras, pero las ha metabolizado para hacer su propio venero.
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En este caso, la búsqueda de la poesía gitana en la que se ha metido José ha desembocado en un hallazgo brillante: un cantaor que ya no necesita exponer sus cualidades técnicas ni su nivel de conocimiento. «Bashavel», que en romaní significa «reunión», ha puesto al lebrijano por encima de sí mismo. En el plano de los maestros. La letra de la primera bulería fue una declaración de intenciones: «Antes que nosotros la tierra estaba preñada y nadie se atrevía a tocar su alma». Antes que José estuvo el Lebrijano, que ya tocó la esencia del gitanismo en «Persecución», obra maestra de la historia del flamenco.
¿Quién se atreve a tocar el alma de Juan? Su mejor discípulo ha entendido eso perfectamente. Y ha encontrado su propio camino. Ha logrado salir de la cárcel de sus facultades físicas para explorar el terreno espiritual. Y en la farruca ha alcanzado una melosidad que está a años luz del desbordante derroche de voz para el baile. Dicho de un modo directo: hasta anoche José Valencia era un extraordinario cantaor. Desde esta mañana es un artista. Un creador. Se ha puesto «entre lo blanco y la endrina». Sobre las huellas de lo trascendente.
Después de cantarle a Karime Amaya por alegrías con ese soniquete ya no es él quien acompaña a la bailaora, sino el acompañado. Pero en la malagueña con tercios en caló es donde mejor se aprecia el salto. La paladeó de tal forma que, siendo música nueva, parecía del siglo XV. Porque en realidad lo era. Era un conjunto de retales de malagueñas antiguas puestas en otro orden, con otro sentido. Una hermosura. Probablemente la mayor aportación de futuro que nos va a dejar esta Bienal. Lo tiene todo: un gusto exquisito, respeto a la tradición, innovación natural y una proverbial ejecución. Una maravilla a la que sucedió otra.
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El poema del gitano yugoslavo Rajko Yurik «I’Luludi Merinasque», que en romané significa «La flor de la muerte». El trabajo de rastreo que han hecho ahí Nicolás Jiménez y Miguel Ángel Vargas es para quitarse el sombrero. Hay joyas de José Heredia Maya, de Helios Fernández Garcés y del Nene. Pero lo de Yurik es un himno que en la garganta de José alcanza la cumbre más alta de la gitanería no flamenca. En esos susurros está el dolor de todo su pueblo. No se puede cantar con más sensibilidad. Sin la menor intención de demostrar nada, aunque todavía tiene que perfeccionar la vocalización en todos los cantes. Sólo ese detalle.
Qué se le puede achacar a alguien que se mete en el lío de la soleá con fraseos escriturados a su nombre. Propiedad del que canta. Con una estructura rítmica revolucionaria, con Juan Peña siempre a la sombra y el Valencia puesto al sol. Qué cosa más buena. Qué pedazo de seguiriya con la boca abierta. A cañonazos. Qué forma de honrar a su maestro. El hijo de la Perrata no fue un genio de puertas cerradas. No dejó imitadores. Dejó apóstoles. Y de todos ellos, José es el único que ha sabido encontrar la puerta y hacer su propio camino. Lo de anoche fue un puñetazo en la mesa para los restos. La puesta de bandera de José Valencia en lo alto del olimpo jondo. Entró por el Alcázar siendo uno y salió siendo otro. Un maestro. Probablemente el nuevo maestro. El que tanta falta nos hace. Gracias, Dios mío.
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