Locus amoenus
Abuela Ascen, abuelo Alberto
«Alberto me regaló el mejor piropo de la hospitalidad sevillana: cuando un hincha del otro equipo de la ciudad, te dice que no te pega ser hincha del otro equipo de la ciudad»

Mientras fui columnista de opinión, jamás dejé de escribir sobre Ascen y Alberto, cada vez que los últimos días de enero nos recordaban el desorden de su ausencia. Por lo tanto, ahora que dispongo de un amable espacio para escribir sobre temas agradables, ¿cómo no ... voy a seguir hablando de ellos, que eran la mar de alegres y divertidos?
Como hablante hispanoamericano, siempre me hizo gracia esa expresión española que exalta «apuntarse a un bombardeo», porque tiene ese punto agónico unamoniano que, unido al enthousiasmos dionisíaco, la deja descacharrante. Pues bien, si algo caracterizaba a Ascen y Alberto era que se apuntaban a todos los bombardeos, detalle que en la lejanía me parece maravilloso, porque quiere decir que fueron una pareja que no se privó de nada y que disfrutó con desbordante intensidad. Nosotros (Marle y yo) éramos incapaces de seguir su ritmo, aunque su contagiosa felicidad nos hacía felices.
¿Por qué Ascen y Alberto eligieron vivir en aquella encrucijada que forman las calles Abades, Ángeles y Cardenal Sanz y Fores? Porque ambos disfrutaban de la algarabía infantil que montaban los niños a la salida de la antigua Escuela Francesa, bullicio que a otras personas sin duda habría enloquecido, pero que Ascen y Alberto adoraban porque aquel jolgorio que entraba por sus ventanas los llenaba de energía y entusiasmo. Hoy la Escuela Francesa es un hotel y la casa de Sanz y Fores tiene otros habitantes, pero aquella encrucijada sigue siendo un espacio constelado de alegría, que Ascen y Alberto siguen contemplando desde la «ventana» que la ciudad les puso en la calle Don Remondo.
¡Qué disgusto más grande le di a Alberto, el día que le conté que era bético! Porque Ascen era del Cádiz y mi mujer más bien agnóstica. «Fernando, venir de Lima aquí para hacerte bético tiene delito» -me reconvenía con guasa-, pero entonces descubrí uno de los piropos más hermosos de la hospitalidad sevillana. A saber, cuando un hincha del otro equipo de la ciudad te dice con cariño que no te pega ser hincha del otro equipo de la ciudad. En casa de Ascen y Alberto vi más de un derbi, varios partidos de la selección de Clemente y algún que otro encuentro trascendental de equipos allende Despeñaperros; pero los derbis eran particularmente divertidos, porque entonces la casa de Alberto se llenaba de «hermanos» béticos como Toni Martín y Luismi Martín, y el buen humor y las bromas reinaban absolutos.
Alberto no disponía de todo el tiempo que le habría gustado para leer, pero era un atento seguidor de los debates intelectuales de los noventa: el «fin de la historia» de Francis Fukuyama, la controversia revisionista que generó el V Centenario y la polémica «corrección política», que ambos habíamos visto nacer en los campus americanos (él en San Francisco y yo en Nueva York). Por eso Alberto siempre quería saber qué intelectual amigo mío tenía invitado a Sevilla, para quedar en casa o en algún bar de Triana. Así fue como le presenté a Mario Vargas Llosa, Hugh Thomas, Isaiah Berlin y Jean François Revel, aunque al único que pudimos llevar a Triana fue al chileno Jorge Edwards, quien tenía más marcha que todos nosotros juntos.
Las fiestas de cumpleaños de nuestros hijos fueron otro motivo de encuentros regocijantes, porque los tres niños de Ascen y Alberto eran contemporáneos de los nuestros y eso se tradujo en una ida y venida de celebraciones, meriendas y cambalaches de complementos, cacharros y ropa prenatal entre Marle y Ascen. De hecho, como Clarita nació antes que Andrés, en casa conservamos algunas prendas del último embarazo de Ascen. ¡Y pensar que Ascen y Alberto serían hoy abuelos!
Este año escribo sobre mis amigos como abuelos, desde mi propia condición de abuelo, para desear en alta voz que sus nietos crezcan en una España próspera y pacífica, y que la ciudad de Sevilla -abuela Ascen, abuelo Alberto- siempre los haga sentirse muy orgullosos de ser los nietos de Ascensión García Ortiz y Alberto Jiménez-Becerril.
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