Waldo de los Ríos, auge y caída del mago de la canción ligera
Una biografía recupera la asombrosa vida del compositor argentino, figura clave en la música popular de los sesenta
Se quitó la vida llevándose una escopeta Fabarm-Brescia a la barbilla y en ese preciso momento, 28 de marzo de 1977, «se acabaron los violines para siempre». Adiós a las orquestaciones de fantasía y al fabuloso sonido sinfónico en tecnicolor y adiós también al más osado cruce entre música clásica y cultura popular. Adiós, en fin, a Waldo de los Ríos (1934-1977) , visionario que soñó con ser Manuel de Falla y pudo empatar con Phil Spector y Leonard Bernstein pero, lo que son las cosas, acabó aparcado en el limbo del olvido, donde se ha pasado las últimas cuatro décadas luciendo pajaritas y gigantescas gafas como las que paseó por los platós de Televisión Española. Balada triste de trompeta para un artista doblemente caído que pasó de dirigir a la Royal Philharmonic Orchestra ante la Reina Isabel II de Inglaterra a vagar por archivos y cubetas de saldo.
Y es que, por más que su aventurera adaptación del cuarto movimiento de la novena sinfonía de Beethoven, ese «Himno a la alegría» que cantó Miguel Ríos y elogió George Martin, fuese una máquina de hacer dinero, y las carreras de Raphael, Mari Trini, Jeanette, Karina o Julio Iglesias no se entiendan sin su toque mágico, su nombre y su legado acabaron sepultados por los movimientos tectónicos de la Transición.
Camino al olvido
Borrón y cuenta nueva para dejar vía libre a esa Movida que estaba por llegar. «Su figura está ligada a un momento que desapareció de la memoria. España cambió muy deprisa y hubo una voluntad colectiva de olvidarse de cosas que habían hecho feliz a la gente como la televisión en blanco y negro o el cine de los años sesenta. Se le puso la etiqueta de cutre, antiguo y poco intelectual y se quitó de enmedio en pro de una supuesta modernidad», explica el periodista granadino Miguel Fernández , quien se ha encargado de recuperar la fabulosa y trágica vida del compositor y arreglista argentino en «Desafiando el olvido» (Roca Editorial) .
La biografía, disponible en formato digital (la edición física llegará el 4 de junio), parte del enigmático suicidio , interrogante sin resolver que, apunta Fernández, ayudó a acelerar su olvido, y reconstruye la historia de un músico que antes de aterrizar en España en 1962 ya había hecho historia en impulsando a Los Cinco Latinos y ocupando la dirección artística de la filial argentina de Columbia. «Waldo anticipa el compositor global : se acerca a la música folclórica argentina y le da una dimensión sinfónica; se acerca a la música de cine y la dignifica; asume el encargo de acercar a los grandes a los gustos del hombre contemporáneo...», enumera Fernández para tratar resumir las virtudes de un artista que, instalado ya en Madrid, empezó a trastear con la canción ligera y el pop y creó junto a Rafael Trabucchelli el llamado «sonido Torrelaguna», versión ibérica del atiborrado y estereofónica muro de sonido spectoriano.
Una exitosa fórmula que dejó huella en las oficinas de Hispavox y, sobre todo, en las listas de ventas. ¿Exagerado? Para nada: desde «El baúl de los recuerdos» (Karina) a «Porque te vas» (Jeanette) pasando por «Corazón contento» (Marisol) o ese arrebatado «Aleluya del silencio» con el que Raphael irrumpió en el «Ed Sullivan Show» en 1970, todas llevan el sello del argentino. «Era el que más discos vendía en la discográfica y el que más divisas generaba en la industria discográfica española», recuerda Fernández.
Kubrick y Serrat
Con el éxito llegaron los coches de lujo, algún que otro encontronazo artístico ( Serrat no se mordió la lengua a la hora de despreciar el arreglo de «Tu nombre me sabe a yerba» , lo que ofendió profundamente a De Los Ríos) y llamadas tan inesperadas como la de un Stanley Kubrick que, impresionado por el tratamiento que le había dado a la «Novena» de Beethoven, le propuso encargarse de la banda sonora de «La naranja mecánica» . Al final, el argentino declinó la oferta y cedió el testigo a Wendy Carlos: incluso alguien como él, tan habituado a poner de los nervios a los siempre enhiestos próceres de la alta cultura, tenía sus límites. «Los compositores llamados cultos le ningunearon. Le ignoraban cuando coincidían con él, no le dirigían la palabra», recuerda.
Razones artísticas ayudan a explicar también el estado anímico del compositor a mediados de los setenta, cuando perdió de forma alarmante hasta 40 kilos y engullía sin parar somníferos y antidepresivos . «Muere con la angustia y la duda de si se iba a poder adaptar al nuevo tiempo que venía manteniendo su estatus de fama y dinero», apunta el autor de «Desafiando el olvido». La soledad y una compleja relación con su propia identidad sexual son algunas de las variables con las que se ha querido explicar un suicidio que en algún momento se llegó a presentar como asesinato. «Era famoso y empezó a vivir de una forma que, en ese momento, estaba perseguida por la ley. Aún estaba en vigor la Ley de Peligrosidad Social, así que no es raro pensar que alguien quisiera extorsionarle. Fueron días muy difíciles. Y a la gente del entorno es lógico que le queden dudas», aclara Fernández.