Víkingur Ólaffson, el pianista que surgió del frío
Al pianista islandés Víkingur Ólafsson (1984) le acompaña una multitud de seguidores. Su caso es particular porque ha roto los cables de oro del circuito clásico para adentrarse en territorios menos académicos, allí donde se desmitifica el objeto, el lugar en el que se descubre que disfrutar de la música sin abandonar el rigor es algo perfectamente compatible. Cuida la imagen, desde luego, especialmente desde que fichó por Deutsche Grammophon y apareció un primer disco dedicado a Philip Glass adornado por su retrato y el reflejo contrapuestos, primera portada de varias otras un punto conceptuales. El viernes pasado, antes del concierto celebrado en el Auditorio Nacional , cuando aún el público no había entrado en la sala, se le podía ver por los monitores del exterior ensayando una y otra vez la ceremonia: sentándose al piano, recolocando detrás del instrumento, con ayuda de los ayudantes, la mesa en la que se iba a dejar el micrófono con el que presentó las obras, revisando el espacio… En el trabajo de Ólafsson siempre hay un ánimo de perfección. Es lo primero que transmite: la irreprochable naturaleza de un pianista portentoso, dotado de una capacidad innata para situar la música en un ámbito superior, en el que lo inalcanzable parece posible.
Tras Philip Glass, el catálogo 'oficial' trajo a Bach, marcando decididamente la diferencia con el criterio general. La grandeza de la interpretación, la posibilidad de desentrañar la polifonía con semejante pureza dialéctica, el sentido majestuoso de la interpretación, revelaron una huida sensata al férreo control de la 'fidelidad al texto'. Olafsson se reconoce en su propia representación, que es en sí misma la traducción de una convicción hoy por hoy innegociable.
Y, así, llegó el disco dedicado a Rameau y Debussy, una cumbre absoluta por el refinamiento y la habilidad en el engranaje, y en el que muchas ideas sobre el fenómeno musical terminaron por tomar forma. En alguna declaración y en otros foros pueden descubrirse conceptos interesantes. Entre ellos llama la atención el de «calibrar el oído contemporáneo», lo que significa comprender la escucha actual y aun comprometerse con un repertorio abierto en el que todo puede suceder.
La cercanía a la música contemporánea está decididamente afirmada en su carrera, lo que añade un plus de interés a esa imagen popular y transfronteriza (explícita en la programación de su concierto madrileño dentro de un ciclo titulado 'Fronteras'), a la que sería fácil reducir la fotografía de un pianista cercano y sonriente, que aparece en el escenario con aspecto de niño grande y que se encierra sobre el teclado con una concentración sobrenatural mientras los espectadores mantienen un silencio abrumador recogidos en la penumbra de la sala. Las casi dos horas que duró el concierto organizado por el Centro para la Difusión de la Música Contemporánea (CNDM) fueron un ejercicio de respeto que muy pocas veces puede disfrutarse.
El último apunte discográfico de Ólafsson es un disco dedicado a 'Mozart y sus contemporáneos' presentado bajo arriesgada etiqueta del consuelo a la que el propio pianista hace referencia por la coincidencia con la pandemia. Desde una perspectiva personal hay en él un afán por volver a alguna música de juventud, abocetando la falsa idea del regreso. Porque el romanticismo está fuera de toda consideración. Tocar a Mozart como si se tratase de la primera vez, así se dice, implica frescura (sobre la experiencia). La música del último Mozart se codea con Baldassare Galuppi, Carl Philipp Emanuel Bach, Domenico Cimarosa y Joseph Haydn, configurando un extraordinario paseo colocado estratégicamente.
En concierto, al igual que en la grabación, el programa se sucede sin solución de continuidad, dejando los aplausos para el final lo que lleva a asociaciones mentales curiosas y sorprendentes de acuerdo con una 'contextualización' aparentemente improvisada. El trabajo actual de Ólafsson, más allá del repertorio de uso que interpreta por el mundo, incluyendo los grandes conciertos para piano y orquesta, se centra en explicar estos programas a los que pone prólogo con sus propias palabras, cuando micrófono en mano penetra en los pormenores de las obras. Aunque el sentido final lo da la escucha bajo un principio de libertad en el que se implican varios arreglos del propio Ólaffson, aquí sobre la sonata 42 y 55 de Cimarosa, esta última incorporada cuando el pianista la adaptó y grabó en tiempo real mientras trabajaba el disco, el adagio del 'Quinteto, K516' de Mozart o la reestructuración (no declarada) de la 'Fantasía, K 397'.
El piano se convierte así en un medio con voz propia y capacidad para imponer su naturaleza acústica. Suena atmosférico en el arranque de la 'Fantasía K 397'; potente y ágil frente al 'Rondó, H 290' de Carl Philipp Emanuel; eléctrico con el 'rondó, K 485' de Mozart, permitiendo aún que la 'Sonata 55' de Cimarosa se convierta en un ejercicio de subjetividad todavía ampliado al movimiento lento de la 'Sonata 32' de Haydn. La conclusión final con el pequeño motete 'Ave verum corpus' en la 'oscura' transcripción de Liszt demuestra la definitiva inmersión en un guion musical potencialmente perturbador y personalmente apasionante. El concierto había comenzado con un recuerdo a Ucrania y a las víctimas de la invasión rusa al que acompañó una versión pianística del 'Ave Maria' de Sigvaldi Kaldalóns, y concluyó con el andante de la 'sonata 4, BWV 528' de Bach en la potente transcripción de August Stradal. El público que llenaban la sala de cámara del Auditorio Nacional de Música ya estaba en pie, incluyendo un sorprendente número de jóvenes espectadores. Poco después se agotarían los discos a la venta al tiempo que Víkingur Ólafsson remataba la liturgia del 'concierto' firmando uno tras otro: siempre sin perder la cara de felicidad, relajado y extraordinariamente célebre.