Las sugerencias del Ocaso

Fue a mejor el segundo acto y todavía el tercero hasta lograr un final importante, lo que sugiere que habrá días mejores

Una escena de 'El ocaso de los dioses' Javier del Real

Alberto González Lapuente

Una vez decidido que 'El anillo del Nibelungo' es un proyecto artístico capaz de reconocer la historia de la civilización, solo queda asumir que cualquiera de sus interpretaciones ha de comprenderse como una visión parcial del ciclo. La de Robert Carsen y Patrick Kinmonth, tal y como se ha presentado en el Teatro Real, concluyendo ahora con 'El ocaso de los dioses', se orienta hacia el deterioro de la naturaleza como mecanismo de un mundo empujado a la destrucción, aunque todo ello se presente en la tercera jornada de manera menos insistente. El drama personal, la consolidación dramática de la traición, ocupa una parte fundamental de esta obra y a ella se adscribe la calidad teatral de la propuesta.

Si el argumento de fondo había sido riguroso en las primeras obras del ciclo, es evidente que ahora se diluye hasta quedar en un lugar menos relevante. En el 'Ocaso' se muestran con una notable brillantez escénica momentos culminantes, ya sea la vuelta a la corte de los gibichungos (a su palacio fascistoide) o más al final cuando el genio de Carsen aflora con inquietante desnudez. Que suene a telón bajado el viaje de Sigfrido o la inmolación de Brunilda son gestos singularmente expresivos antes de que se descubra la esquemática y nebulosa escena del incendio del Valhalla. El destino final se parece poco a aquel fétido y revuelto mundo subterráneo en el que se sumergía 'El oro del Rin'.

Pero a todo ello le ha de acompañar la música, pues cualquier análisis de la Tetralogía reconoce que es aquí donde está la esencia espiritual de la obra, el elemento que amalgama la totalidad. A Pablo Heras-Casado se le escuchó flotar por la superficie ante la partitura del prólogo mientras proponía una versión brillante y eficaz del título, mantuvo la contención en 'La valquiria' con una lectura meticulosa; rearmó la orquesta en 'Sigfrido' llevando a los palcos laterales percusión y arpas en un lado, y tubas, trompetas y trombones en el otro, lo que permitió descubrir una espectacularidad inédita. Vuelve a esa misma disposición en el 'Ocaso', lo que requiere un análisis más minucioso. Al margen de la necesidad de establecer esta disposición por razones sanitarias (es decir, de asumir la solución como un mal menor) es muy dudoso que el remedio funcione de manera efectiva. La interpretación de anoche lo acentuó a la sombra de un primer acto deslavazado y sin tensión, lo que puso en evidencia lo incómodo de escuchar en primer plano partes secundarias, meros apuntes de color a veces, mientras la orquesta del foso, sobre todo la cuerda, quedaba en una posición muy secundaria.

Se resintió con ello la sonoridad general como parte significante de la obra. Fue a mejor el segundo acto y todavía el tercero, hasta lograr un final importante, lo que sugiere que habrá días mejores. Anoche, en la primera representación del título, costó arrancar y templar, sobre todo las voces. Andreas Schager (Siegfried) destacó al mantener un nivel homogéneo y entregado, mientras Ricarda Merbeth (Brünnhilde) esperó hasta la inmolación (lo cual es mucho esperar) para demostrar que su voz no está tan destartalada como parecía. Estupendas las tres nornas (Anna Lapkovskaja, Kai Rüütel y Amanda Majeski) y se presentó reservado el resto, desde el inestable Lauri Vasar (Gunther), al escaso y ligero Stephen Milling (Hagen) pasando por las aceptables interpretaciones de Amanda Majeski (Gutrune) o Michaela Schuster (Waltraute). Quienes no abandonaron del teatro acabaron disfrutando de una representación curiosa.

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