Rodrigo Cortés

Viejos diablos

No hay dos compositores de batuta y papel pautado que atesoren —sin estar aún muertos— más logros ni resuenen de forma más profunda en la cultura popular que Williams y Morricone

Muere Ennio Morricone a los 91 años

Rodrigo Cortés

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**Rescatamos por su interés el artículo de Rodrigo Cortés sobre Ennio Morricone, después de que le otorgasen el Premio Princesa de Asturias de las Artes, junto a John Williams

No hay dos compositores de batuta y papel pautado que atesoren —sin estar aún muertos— más logros ni resuenen de forma más profunda en la cultura popular que Williams y Morricone. Si añadiéramos a los que se fueron, sólo Herrmann estaría a su altura, por calidad y penetración en las grietas de lo extramusical, por más que Waxman, o Steiner, o Tiomkin, o Rózsa, merezcan su propio podio. O Goldsmith, que, de seguir vivo, ocuparía, con su coleta blanca, su propio lugar de honor.

Williams y Morricone, Morricone y Williams, resuenan aún en la salas de conciertos, en los anuncios más banales, en los repertorios de los más dotados instrumentistas, en los episodios de Los Simpson , en los documentales más atrabiliarios, en los silbidos distraídos de los repartidores de Seúr, en las voces de los niños que se disparan, pium, pium, desde detrás de los árboles, en el planeta entero, que cree desde hace tiempo que el espacio gira a ritmo de fanfarria, que es como suenan los hombres que vuelan, como en el Oeste todos silban y palmean y dan voces y tocan la guitarra eléctrica y le dan al látigo al ritmo al que caen los cuerpos en el duro suelo, dejando una nube de polvo y una carcajada detrás.

Williams y Morricone son muy distintos, claro. Morricone es el explorador, y el músico romántico con niño de pantalones cortos dentro, el maestro dotado que escribe directamente en el papel mientras todo suena en la cabeza, que inventa melodías simples, tonales, y las envuelve en armonías delicadas como otros se envuelven en plumas y se echan a dormir. No sólo es el lírico romano, es también el inglés minimalista de La cosa , y el vaquero renacido de gafas de sol de espía (¿se puede ser las dos cosas?) de Los odiosos ocho , y el guaraní católico e ingrávido de La misión . Nadie como Morricone ha viajado mejor del celuloide al disco, y del disco al inconsciente de tres generaciones.

John Williams es, sencillamente, el mejor compositor cinematográfico de todos los tiempos, el más inspirado melodista, el mejor armonizador, el más complejo y dotado, también el más popular (¿cómo es posible?), el maestro de la orquestación. No compone melodías y las arropa con mantas, compone líneas que sólo adquieren sentido contra otras líneas, que armonizan con nuevas melodías, arriba y abajo, que se enredan y completan y retan y conviven en un tapiz imposible, complejísimo e inextricable desde cerca, impactante desde lejos como una canción pop, que se pega a las imágenes como si las hubiera generado. Darle una secuencia a Williams es retirarse a una colina a ver atardecer para tener algo con lo que comparar después.

Williams y Morricone, Morricone y Williams, dos viejos diablos que ya lo sabían todo antes de serlo, cuando eran jóvenes y muy poco atolondrados, y cambiaban el sonido del mundo, que empezó, con ellos, a girar mejor.

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