Madonna se exhibe en Barcelona

La cantante ofreció un vistoso y efectivo show en la primera parada de su «Rebel Heart Tour» en el Palau Sant Jordi

Madonna, durante el concierto de este martes en Barcelona INÉS BAUCELLS

DAVID MORÁN

La euforia ya estaba ahí, agazapada en la explanada del Palau Sant Jordi y alimentando a quienes llevaban horas montando guardia en busca de un sitio privilegiado en la pista. Pero fue cuando se apagaron las luces y las pantallas empezaron a bombear imágenes de la Material Girl contoneándose tras una reja cuando el griterío se hizo carne y Barcelona recibió a Madonna como lo que realmente es : un fenómeno de masas que sigue espantando la jubilación a golpe de hits musculosos, agitadas coreografías y un escenario repletos de pantallas móviles, escaleras retráctiles y luces como para iluminar media ciudad.

De hecho, cada vez que Madonna pone un pie sobre un escenario el resultado suele ser más o menos el mismo: un reguero inagotable de euforia , una cascada de elogios y la constatación de que, en efecto, la cantante estadounidense ha sido y es pieza fundamental en la transformación del pop del último cuarto de siglo.

Patio de recreo

Es así como los estadios de medio mundo se han convertido en su patio de recreo y sus giras siguen siendo la vara de medir a la que se tienen que enfrentar el resto de aspirantes al estrellato pop. Giras como ese «Rebel Heart Tour» que este martes desembarcó en Barcelona –esta noche repite– convertida en inmejorable excusa para celebrar la música, la vida y, en fin, el espíritu eminentemente hedonista del pop. Por si quedaban dudas sobre las cualidades recreativas de sus actuaciones, la propia Madonna las despejó de un manotazo en cuanto apareció encerrada en una jaula cantando «Iconic» . A su lado, un ejército de bailarines-samurái con casco futurista y lanzas en forma de cruz abría un desfile de modelos al que no tardarían en sumarse unas cuantas geishas en «Bitch, I’m Madonna» y un puñado de monjas en lencería en una «Holy Water» con referencias a La Última Cena. El gran circo del pop, reivindicándose ante un público que aguantó pacientemente las colas, los registros en los accesos e incluso ese inexplicable retraso de más de una hora con el que empezó el concierto.

Disfraces de alta tecnología

Una vez sobre el escenario, el regreso de Madonna a Barcelona tres años después de su última visita fue una mascarada hecha a imagen y semejanza de sus anteriores giras; un baile de disfraces de alta tecnología con el que la cantante sigue enriqueciendo ese imaginario de sexo, pastiche estilístico, religión y provocación cada vez menos provocativa al que se mantiene fiel desde hace más de dos décadas. No fue, sin embargo, una velada para los grandes éxitos y la nostalgia envasada al vacío, sino una nueva antología de altas y bajas pasiones, de la carnalidad a la espiritualidad pasando por el puro desenfreno, orquestada alrededor del reciente y algo tibio «Rebel Heart».

Los grandes éxitos llegaron o bien con cuentagotas –en el primer tramo, solo un «Burning Up» con Madonna a la guitarra lanzó un cabo al pasado– o bien en tiernas revisiones, como ese «True Blue» acústico y con Madonna armada con un ukelele.

A esas alturas, entrados en el segundo acto, el decorado ya había cambiado y la lencería y las confesiones –sacerdote incluido– de «Devil Pray» habían sido reemplazadas por un entorno urbano y canalla. Con «Body Shop» el escenario se transformó en un taller mecánico, mientras que «Deeper And Deeper» sirvió para poner en valor esa pasarela en forma de cruz y con un remate en forma de gigantesco corazón. Ahí se vio también el corazón rebelde de Madonna, encaramado en una escalera de caracol caída del cielo y lamiéndose las heridas en una marcial «HeartBreak City». A solas se quedó para rescatar una «Like A Virgin» sincopada y repleta de parcheados sintéticos que, además de servirle para practicar castellano –«yo soy muy caliente», dijo–, dio carpetazo al segundo acto.

El tercero, precedido por un interludio grabado de «Sex», fue el de la fantasía torera, los trajes de luces y pedrería y, en fin, el maridaje casi imposible de «Living For Love» con monteras y bailarines tocados con cornamentas. Al final, casi daban ganas de pedir la oreja, el rabo y lo que hiciera falta viéndola reanimar «La isla bonita» entre palmas flamencas. La fiesta y el jolgorio se tomaron un respiro con una atropellada versión acústica y –en «spanglish»– de «Who’s That Girl» , pero remontó con el brío de «Don’t Tell Me» y con esa llamada a la rebelión en que quiso convertir «Rebel Heart».

Aún faltaba, sin embargo, la parte más celebrativa y desatada, un vistoso remate que llegó vestido de felices años 20 y con «Music» y «Material Girl» en versiones acorazadas. Electrónica rugosa para preparar un adiós que Madonna quiso vestir de trascendencia con «La Vie en Rose» y de cercanía sacando al escenario a Jon Kortajarena tras «Unapologetic Bitch» pero que acabaría anudado, una vez más, a esa «Holiday» con la que se despidió definitivamente. Y es que hay cosas que nunca cambian. Esta noche más.

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