Ramoncín: «En la Movida hubo mucho niño bien portándose mal»
El documental «Una vida en el filo» hace un repaso de la biografía del cantante, a veces marcada por la polémica
La vida de José Ramón Julio Márquez Martínez (Madrid, 1955), más conocido como Ramoncín , no ha transcurrido, precisamente, sin polémicas de por medio. El documental «Una vida en el filo», un repaso por la biografía del artista, ahonda en muchas de ellas. Durante una conversación telefónica, ABC tuvo la oportunidad de recordarlas con un cantante que hoy, con 61 años, echa la vista atrás para volver a sus orígenes y hacer balance de un carrera en la que nunca aceptó, fuera bueno o malo, morderse la lengua .
—El documental se llama «Una vida en el filo». ¿Considera que ha vivido así, jugándosela?
Bueno, ya en el año 1986 grabé un disco que se llamaba «La vida en el Filo». La verdad es que cuando veo el documental y observo las cosas creo que sí, creo que hay una parte de mi vida que ha estado recorriendo el filo.
Para mí no ha sido una cuestión de riesgos con las drogas o cosas así. En la tradición del rock, parece que eso es obligatorio. En mi caso, ha sido que he tomado decisiones a la hora de tener una manera de pensar o de interpretar la vida y el mundo. He hecho cosas o he dicho cosas que no eran muy comunes en un ambiente como el mío. He decidido jugarme la vida de una manera intelectual. No he tenido ningún interés en ponerme una aguja en el cuerpo o en destruirme a base de bourbon por las noches, pero sí me he dedicado a denunciar injusticias. Curiosamente, la tradición del rock perdona fácilmente que un músico sea un yonki, un «colgao» y un pasota. En cambio, te juzgan de otra manera cuando lo que has hecho ha sido lo contrario: tratar de estar siempre fresco, bien, tener salud, estar lo mejor posible, pero implicándote en el pensamiento. Es acojonante.
—Cuando usted era joven, y en el ambiente en el que se movía, ¿resultaba difícil decir «no» a las drogas?
No me resultó difícil, porque siempre he tenido claro que quiero estar bien. No porque fuera el mejor chico del mundo, sino por mi ambiente. Siendo un crío de 9 años entrenaba con un chaval que era un boxeador de mi barrio. Esa era mi forma de vida y la de mis amigos. No ha habido ninguno que haya llegado a arriesgar su vida con las drogas duras. Así que no resultó difícil, resultó raro. Llegabas al Rock-Ola y había varias personas charlando, y de repente te quedabas solo. En ese momento ponías cara de: «Joder, parezco tonto. Tengo una botella de agua en la mano». En fin, es una decisión que toma cada uno y no me meto. Pero sí me llama la atención eso, que ser un «destroyer» sea algo reconocido, y, si no lo eres, encuentren razones para ir contra ti por otras causas, como que decidas defender unas ideas.
—¿Considera egoísta que el público aplauda que el artista se inmole?
Creo que lo que hay, en algunos casos, es un morbo enfermizo. He ido al concierto de algún compañero de aquí, y la sensación que me ha dado es que todos estaban esperando a que exhalase su último suspiro en directo. Si me hubiera muerto en el año 1983, después de grabar «Arañando la ciudad», seguramente estaría en el podio del rock. Como podrás comprender, ni me llama la atención ni estoy en eso. Ni estaba ni he estado nunca.
—Y en ese sentido, ¿le enseñó algo el boxeo?
Aprendí una cosa muy pronto: si quieres pegar, tienes que afrontar que te peguen. Lo que no quieres es pegar, y que cuando te peguen te vayas al suelo. Entonces tienes que asumir que si vas y dices una cosa, si opinas algo y eliges un camino, los que han elegido otro dirán cosas de ti. Yo lo he asumido toda mi vida. No soy de los que dicen: «Quiero que me quiera todo el mundo». Eso no le pasa ni a un ciudadano anónimo. Cuando te conviertes en un personaje público, pasas de tener cincuenta vecinos y personas que te conocen a 47 millones, y entre esos están a los que les caes bien, mal, con los que has discutido... Lo que le pasa a un ciudadano en su escalera te pasa a ti en el país.
—José María Íñigo dice que a usted o se le quiere o se le odia. ¿Le importa eso?
Hombre, siempre es mejor que te quieran. Porque, además, querer es una cosa que no requiere sacrificio, algo que no cuesta nada. La empatía es innata a los seres humanos, pero el odio hay que masticarlo, prepararlo y generarlo. El que odia sin conocerte tiene un problema. Yo no odio a nadie: la gente me es indiferente o no, pero no me tomo la molestia de odiar.
—En el documental se le ve rodeado de sus amigos de toda la vida, en la misma zona donde nació y creció. ¿Cómo ha cambiado ese barrio de Madrid durante estos años?
Mi barrio, entre el Paseo de las Delicias, Legazpi y Atocha, ha cambiado poco. El final de mi calle sí lo ha hecho, porque antes estaba la fábrica de cervezas El Águila y había un cementerio, y todo eso ha desaparecido. Aunque los tres portales de mi casa, la fila impar de mi calle, sigue exactamente igual. Los sitios que no han cambiado, como la bodega Rosel, que ha mantenido su esencia, son los que más éxito tienen, y es donde va la gente, donde quiere encontrarse.
—Y en usted, ¿queda algo de esa esencia?
No me he apartado nunca de mi forma de entender el barrio y de la relación con mis amigos y mi familia. Una regla básica, que me enseñaron muy bien mis viejos y mi abuelo, fue el respeto por las personas en general, la admiración por la gente más mayor y el cuidado de los más pequeños. Yo fui padre muy pronto, con 19 años, y eso me creó una forma de entender la vida muy distinta a si no lo hubiera sido.
Escribo una canción nueva y hay algo impregnado de lo que he vivido. No tengo melancolía ni nostalgia, sino unos recuerdos maravillosos por haber querido a mi barrio. He tenido una vida, en ese sentido, estupenda.
—Menciona con frecuencia a su abuelo y a sus profesores, que eran de la Institución Libre de Enseñanza. ¿Cómo influyeron en su formación?
Al cien por cien. Mi abuelo lo tenía claro: el que sabe, puede. No hay más historias. El conocimiento es fundamental: que no te engañen, que sepas elegir, que acumules y atesores una información cultural que nadie pueda cambiar. Que tengas tu propio criterio. Y luego tuvimos la suerte de ir a aquella academia. Primero, fui al Grupo Nacional Mixto Menéndez y Pelayo. Hice el bachillerato en un sitio donde había que cantar el Cara al Sol y ponerse delante de una bandera a formar, con un director que presumía de haberse ido voluntario a la División Azul. Cuando le conté eso a mi abuelo, me sacaron inmediatamente de allí y fui a una academia con dos profesores, Don Arsenio y Don Enrique, que eran de la Institución Libre de Enseñanza y que habían sido apartados y despojados de todo respeto y reconocimiento. Te puedo garantizar que todos los que pasaron por allí, del barrio, son gente culta que comprende su entorno. Aprendimos la cultura general, las humanidades, todo eso que ahora parece una gilipollez pero que sirve para saber en qué mundo vives. Les debo ese conocimiento porque eran profesores maravillosos, duros por otro lado, heridos, estrictos... pero recibimos una educación brutal.
—Me ha hablado de un colegio donde le obligaban a cantar el «Cara al Sol». ¿Cree que lo que ocurrió luego, en los 80, fue una reacción a esa educación?
A nosotros, los 80 nos pillaron un poco más mayores. Cuando Franco murió, tenía 20 años. Los que tenían cinco años menos lo veían de una manera distinta.
De la Movida habrá que hacer algún día un estudio serio de verdad. Empezó en el año 83, cuando yo ya había grabado cuatro discos. Cuando llegaron los ayuntamientos democráticos, se abrió la cultura: hubo más asociaciones de vecinos, más teatros, más cine... Ocurrió algo que no se puede negar. Lo que pasa es que creo que también hubo mucho niño bien portándose mal, mientras que nosotros éramos como éramos desde el primer momento. No sé, es algo que a lo mejor habrá que estudiar con mayor profundidad y distancia.
—¿Considera que usted asumía más riesgos?
A mí me hicieron entonces una pregunta por la que algunos se enfadaron mucho conmigo. Yo dividía entre el rock y el pop, y decía: «Los que hacemos rock nos hemos comprado guitarras trabajando, y, a los que hacen pop, se las han comprado sus padres». Y eso, que no es una regla sagrada, sí funciona en términos generales. Sin duda, era mucho más arriesgado cantar «Marica de terciopelo» que decir que te habías perdido en el hipermercado...
—¿Se definiría, entonces, como un provocador?
Salir en un programa de la televisión nacional, la única que había, con una audiencia de 18 millones de espectadores un sábado por la noche, vestido con un traje y un rombo en un ojo y cantando «Marica de terciopelo», no sé si es cosa de un provocador o no, pero que iba a provocar estaba clarísimo. Al día siguiente no se hablaba de otra cosa. Y en ese momento, unos deciden que lo que han visto les gusta y se ponen de tu lado, y otros que no les gusta nada y se ponen del otro.
—Conoció a Francisco Umbral. ¿Cómo fue el trato entre ustedes?
Paco y yo fuimos muy amigos, y además de verdad: hablábamos, nos encontrábamos y nos contábamos cosas. Sé cosas de Paco que no se pueden contar: esa es la amistad. Entre Paco y yo hubo amor a primera vista. Él escribió una cosa, lo leí y me pareció impactante. Lo llamé inmediatamente, y le di las gracias. Y así hasta una semana antes de que mueriese.
—Durante un concierto afirmó que no había «huevos» para que dejara de cantar. ¿Lo mantiene?
Claro. Lo dije en el año 78, ahora estamos en el 2017. Han pasado casi 40 años y no ha habido manera, aunque lo hayan intentado.
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