La raíz de la música

David Afkham Maya Balantá

Alberto González Lapuente

El 250º aniversario del nacimiento de Ludwig van Beethoven invita a reflexionar sobre la pervivencia de su legado. Hará unos veinte años que el profesor Mark Evan Bonds analizó el influjo de sus sinfonías en varios compositores, desde Mendelssohn y Berlioz a Schumann , Brahms y Mahler . En «After Beethoven» (1996) justifica sus deducciones a partir de la teoría del crítico literario Harold Bloom sobre la «angustia de la influencia» y la negación de la originalidad. No existen obras únicas sino versiones o derivaciones de otras anteriores. La eficacia del argumento, con independencia de sus puntos débiles, explica porqué la sombra de Beethoven es larga y alcanza lugares remotos.

Desde Brahms , quien de manera explícita señala a Beethoven en su primera sinfonía, hasta autores españoles como Miguel Marqués , el modelo ha generado soluciones diversas. En este último caso, el ejemplo amordazó al compositor, quien a duras penas consiguió liberarse proponiendo algo distintivo. Marqués se ahogó placenteramente en las aguas beethovenianas, y en otras posteriores, generando una «falsa lectura» del original. Brahms, en cambio, tras vivir con angustia y durante años la fuerza incapacitadora del referente, sobrevivió al enfrentamiento encaminando el género hacia un nuevo destino.

La propuesta de Mark Evan Bonds, vía Bloom, también ayuda a entender las angustias e incertidumbres artísticas que se generaron en el siglo XX y aún están por resolver. En alguna medida se comprende escuchando la música de Jesús Rueda , cuya quinta sinfonía acaba de estrenar la Orquesta Nacional de España dirigida por su titular, David Afkham . Rueda ha peleado mucho y pelea por encontrar un espacio musical que sea representativo. Su obra, y esa es su grandeza frente a quienes sucumben ante el modelo, no expresa un miedo sino una forma de rebeldía cuyo cauce es original, distintivo y novedoso. Más íntimamente, el catálogo de Rueda se articula a través de un calendario ciclotímico cuyo combustible y dificultad es la actitud crítica, sobrevenida muchas veces de ironía.

Rueda demuestra su capacidad de insurrección defendiendo formatos de calado tradicional, como el cuarteto de cuerda o la sinfonía, a los que dota de una sustancia musical que nace como reflejo de las angustias vitales del mundo actual. Rueda manipula la historia, toma modelos y los relanza. Su música palpita referencias a las que carga de fuerza poética y energía. No hay aquiescencia, sino metamorfosis. En ese contexto, la quinta sinfonía viene a ocupar un puesto singular pues apacigua el gesto insumiso del compositor, el arco vital que parte de aquel formidable golpe en la mesa que fue la primera sinfonía y acaba, por el momento, en esta obra en la que se digiere un estado de calma tensa. El año pasado, la ONE tenía que haber estrenado el primer movimiento. No fue posible y lo que ahora se ha presentado es la obra completa, de casi cuarenta minutos de duración, y escrita para una orquesta de importante orgánico.

Señala Rueda que el punto de origen de la obra es la crónica « Naúfragos » del descubridor Álvar Núñez Cabeza de Vaca , brutal y crítica descripción de la presencia española en América. Pero el primer movimiento, « Entre dos océanos », es, en todo caso, el destilado de una lectura sin aparente relación argumental con la música. Largo y complejo, crece en sucesivas oleadas desde un arranque liviano de remota reminiscencia mahleriana a partir del cual se superponen superficies melódicas. Pese a que la música de Rueda tiene fama de aspereza, de incomodidad, de engrosamiento, resultan especialmente reveladores muchos pasajes de carácter ingrávido, muy evidentes en el segundo movimiento, « El orden del mundo ». El sentido callejero de este fragmento, los ecos de «americanismo» y de modernidad jazzistica, contrastan con el primer movimiento y, sobre todo, sitúan la obra en una posición heterodoxa. Hay originalidad en el tercer movimiento, «De profundis» donde el tremolar de la cuerda se entrega a acentos poderosos en un contexto más inmaterial. « Europa », por último otorga una perspectiva triunfal pues el destino es una coda donde la modulación y el fulgor orquestal llevan la obra a una dimensión ficticiamente grandiosa. Desinhibido, alegre, siempre concienciado, Rueda indaga con la quinta sinfonía una vía expresiva más abstracta y más confortable, pero no complaciente.

El éxito de la interpretación de «Náufragos» fue importante, en la primera sesión del viernes. Pudo ser mayor si la orquesta no hubiese abandonado el escenario del Auditorio Nacional cuando todavía sonaban los aplausos. Sucedió en un concierto que ya es un hito de la temporada y donde todo brilló con una categoría realmente formidable. El director David Afkham crece artísticamente y es curioso observar cómo la disciplina y el sentido analítico con el que aborda la interpretación se va abriendo a una calidez y a una expresividad más flexible. La presencia de Henri Dutilleux y su fascinante « Métaboles » puede hablar de un espacio placentero, de regusto espiritual, a veces cercano a Messiaen , y muy bien imbricado con la música de Rueda. La asociación de músicas distintas lleva en ocasiones a encontrar puntos en común sorprendentes. Significa que también existe un arte de la programación del que este concierto es un ejemplo modélico. Porque en la conclusión estaba Béla Bártok y su suite de « El mandarín maravilloso ». La ONE ofreció una interpretación poderosa, conjuntada y muy sólida, con estupendas intervenciones solistas, incluyendo la del clarinetista Enrique Pérez Piquer . David Afkham levantó uno a uno a todos los solistas y familias de la orquesta. La respuesta del público confirmó la importancia de lo escuchado y su brillante interpretación.

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