La ORCAM redescubre a Jesús Torres

Jesús Torrse SGAE

Alberto González Lapuente

El compositor Jesús Torres (Zaragoza, 1965) ha explicado en alguna entrevista su convicción de que el oficio y el talento se confunden. Sin embargo, la estética señala que los términos pueden diferir. El oficio hace referencia a la calidad del estilo, al trabajo constante, incluso a la dedicación permanente a una determinada disciplina. Torres ejemplifica perfectamente el caso. Una simple mirada a su catálogo de obras demuestra que componer es una necesidad vital que, más allá de lo coyuntural, empapa el tiempo sin apenas relajación. La habilidad adquirida por el ejercicio y la experiencia quedan de manifiesto la sucesión de obras que surge, una tras otra, al margen del estreno. En 2016, Jesús Torres escribió un « Concierto para clarinete y orquesta », con ayuda de una beca de la Fundación BBVA , y el lunes se escuchó por primera en interpretación de la Orquesta de la Comunidad de Madrid , con Joan Enric Lluna a quien la obra está dedicada, y la dirección musical de Jordi Francés .

En este tiempo, cuatro años, una veintena larga de composiciones se han incorporado al catálogo. Quiere esto decir que la percepción sobre el hecho musical puede ser ahora diferente. Cualquiera que esté al tanto de las «hazañas» artísticas de Torres sabrá que la abundancia no significa acumulación puesto que cada partitura supone un reto y una indagación hacia una posible nueva proyección musical. La curiosidad y la reflexión son parte intrínseca de su música. También alguna que otra vocación como la voz, que en estos años ha inspirado una interesante relación de obras sobre textos y poemas de san Juan de la Cruz, Oscar Wilde, Juan Ramón Jiménez o el referencial Vicente Alexandre . Más a última hora, otras composiciones de raíz dramática en relación con Medea («Cinco momentos»), o el Apocalipsis de San Juan («Altera Bestia»).

Torres es sensible al hecho de que la música vocal, con su inevitable carga expresiva, propicie cambios en la gramática sonora. La historia lo demuestra y él lo deja percibir en su música a través de una intención vehemente, explícitamente manifestada en esta «nueva» obra en la denominación de las partes. El concierto se estructura en tres movimientos minuciosamente adjetivados ( «elettrico», «sinuoso» y «vibrante» ) y cuya realidad implica una posición elocuente antes que una aptitud anímica. El grado de abstracción de la obra impide cualquier sentido argumental aunque sea evidente una profunda y coherente narratividad. Las cortantes intervenciones de la orquesta y su sentido percutivo interrumpen pronto el discurso melódico del clarinete sorprendiendo por su aparente disfunción. Sin embargo, la alternancia se resuelve en un encuentro en el que la muy complicada parte del solista , extraordinariamente interpretada el lunes por Lluna, acaba por fusionarse en una posición compartida. Las cadencias del clarinete, particularmente compleja la del tercer movimiento, informan sobre la voluntad de transferir, desde una perspectiva contemporánea, un esquema formal que la experiencia histórica tiene perfectamente engrasado. La capacidad para «reinventar» un timbre orquestal pone de manifiesto la refinada escucha del compositor.

En Torres hay oficio, está claro. El concierto es una alarde de seguridad en el trazo y en la capacidad para superar con suficiencia las dificultades técnicas. La consecuencia es perceptible en el segundo movimiento. La entrada de la cuerda junto al solista enmarca su apariencia rapsódica en un entorno de exigente firmeza rítmica, algo muy propio de la música de Torres. Mientras, la obra se abre a una expansión sonora cuya simultaneidad alcanza desde el piccolo al contrabajo. Por contra, el final callado del clarinete es también una forma de convicción y una manera de incentivar la naturaleza afectiva de esta parte. El lunes, el efecto fue notable, a pesar de que abundaran las toses, las llamadas de los móviles y el ruido de los espectadores, algunos de ellos abandonando las sala en medio de esta obra y de las demás del programa. El público de la ORCAM es simpático, maduro y está fogueado en músicas no siempre fáciles, pero se ve que también hay días que entiende el concierto como una reunión informal.

El « Concierto para clarinete y orquesta » explica una manera diferente del hecho sonoro dentro del catálogo de Torres. Sin duda, el oficio tiene mucho que ver con la posibilidad de que artista depure su música y la haga más eficaz. Pero es que, además, en este caso, hay que hablar de brillantez en la práctica , de la facultad para someter a la propia voluntad el medio. Precisamente todo aquello que se engloba alrededor del talento. Un desempeño del que esta obra puede presumir, libre de condicionantes y profundamente personal. Torres ha escrito que las claves del concierto son la transparencia del acorde, el calado lírico y la consistencia virtuosística, lo que hace prevalecer el mensaje a la divagación y procura ganar la confianza del oyente sin perder un ápice de identidad.

El concierto está pensado para que el propio clarinetista sea también el director, asumiendo un doble rol. No fue así el lunes en un programa dirigido con solvencia y claridad por Jordi Francés , incluyendo la muy estimable versión de la obra de Torres. Se notó el trabajo de fondo. Sobre el escenario, a la orquesta le vino muy bien soltar los nervios con las « Canciones campesinas húngaras » de Béla Bártok en las que hubo rudeza y poco interés. Es una obra estimable y representativa de un estadio inicial todavía muy dependiente del folclore. Exactamente, la posición extrema a la postrera y misteriosa «Sinfonía 15» de Shostakovich , un juego musical plagado de citas crípticas. Tiene mucho mérito que se alcanzara tal grado de coherencia en la interpretación, en gran medida gracias a Jordi Francés, el gesto cómodo y la ideas bien posicionadas. Pero también a la orquesta que, al margen de la calidad más o menos regular de algunas intervenciones solistas, consiguió implicarse en una propuesta con sentido, dirección y depurada sonoridad.

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