Ópera de garaje

Una compañía de Brooklyn demuestra que hay otra manera de hacer ópera: informal, «underground», barata y que atrae a los jóvenes.

Una escena de La violación de Lucrecia ROBERT ALTMAN

JAVIER ANSORENA

«Es la primera vez que voy a la ópera», dice Emily, una investigadora que vive en Manhattan, con sonrisa entusiasmada y agarrada a una botella de cerveza. Por su cara, no parece decepcionada por la ausencia de alfombras, cortinas pesadas, techos con moldes, lámparas espectaculares o un ejército de acomodadores. No es el Metropolitan Opera, a un paso de Central Park y a dos de Times Square, sino un modesto edificio bajo de ladrillo, en una calle sin apenas iluminación, en Gowanus. Es un barrio industrial de Brooklyn, que toma su nombre del infame canal que lo atraviesa, sinónimo de los excesos contaminantes de la explosión económica de Nueva York en los comienzos del siglo XX. Nadie se atreve a poner un dedo en ese agua, pero en la última década artistas, artesanos y bares han cubierto los huecos que han dejado en el barrio los negocios manufactureros desparecidos.

Es una zona «cool» para Emily, como también lo es la idea de que programen aquí una ópera. El edificio data de 1916 y durante mucho tiempo fue un taller de reparación de coches antiguos. Hoy es el escenario de «La violación de Lucrecia», la ópera de cámara de Benjamin Britten, producida por la compañía Loft Opera. La sala donde se representa es un espacio diáfano, desnudo. Apenas hay cuatro hileras de sillas plegables a lo largo, donde caben unas 200 personas.

En la antesala hay un bar, atestado de gente joven que compra vino y cerveza donado por dos empresas de Brooklyn y que ayuda en la recaudación. Entre ellos están dos amigos de Emily. Anna dice que es una entusiasta de la música, pero además le atrae que es «un sitio donde puedes conocer gente nueva». Saluda con efusividad a Colin, un cantante de ópera que habla maravillas del nivel de los músicos. Suena rock y hip hop y dance por los altavoces. Hay también aficionados más mayores a la ópera, que ya esperan a la función algo impacientes desde sus sillas. Todos han pagado treinta dólares por sus entradas. Por ese precio, estarían en la última fila del Met.

«Uno de nuestros objetivos es crear un nuevo modelo para producciones de ópera que lleve la música al entorno en el que el público se siente cómodo», explica Daniel Ellis-Ferris, el veinteañero productor ejecutivo de Loft Opera. Él es junto a Brianna Maury (directora general) y Dean Buck (director musical) el alma de la compañía, que surgió como una travesura en 2013. Ellis-Ferris y Buck fueron a la universidad juntos y desde entonces estaban acostumbrados a montar pequeños conciertos en sus apartamentos o en naves industriales. Pero ese año, por puro descaro, se decidieron a llevar un «Don Giovanni» a un almacén de Gowanus, en un local distinto de donde se representa ahora «La violación de Lucrecia». «Se nos fue de las manos» , recuerda este joven. A la primera función fueron 90 personas; a la siguiente, 150; en la tercera ya eran 200. «La gente se quedaba escuchando en los pasillos» , recuerda. El año pasado dieron un paso más y produjeron «La bohème», en una antigua fábrica de Bushwick, otra zona industrial en transición de Brooklyn, con 400 personas cada noche. Coincidió en el tiempo con la versión suntuosa de Franco Zeffirelli en el Met -sigue en esta temporada-, con unos decorados de ensueño de las calles de París, en el que aparece hasta un carruaje tirado por caballos. La de Loft Opera fue en un edificio en el que sudaron para conseguir los permisos burocráticos y en el que tuvieron que instalar baños portátiles. «Pero fue mágico», recuerda Ellis-Ferris.

Desde entonces, han montado otras óperas, como «El barbero de Sevilla» o «Lucrecia Borgia» y ciclos de Verdi y de Mahler en una antigua escuela de circo. Para el año que viene, prevén otras cuatro producciones. Sus óperas son «low cost»: manejan un presupuesto de entre 40.000 y 60.000 dólares por producción , comparados con los millones de dólares que los teatros se gastan en sus montajes. No tienen un local, sino que peregrinan por espacios de alquiler. Tratan de ahorrar al máximo en luces -«las usamos con inteligencia»- y vestuario (muchas veces donados por diseñadores amigos). La orquesta es de pequeño formato y, aunque nadie trabaja gratis, el salario está por debajo de los artistas afiliados a sindicatos -como los que trabajan en el Met- pero más que en las orquestas jóvenes.

«Esto es como una "start-up"», reconoce Ellis-Ferris, y él es el primero que se aplica el cuento. Cuando acaba la función, agarra una bayeta y se pone a limpiar un panel sobre el que se arroja pintura en el clímax final de la obra. Brianna Maury saluda en la puerta a todos los asistentes. Dean Buck saca cervezas -no más de una- a los músicos en el entreacto, mientras suena «Sweet Dreams», de Eurythmics.

Pero, cuando se apagan las luces y suena el primer estruendo de las cuerdas y la percusión, todo se transforma y la emoción es la misma que en cualquier gran teatro. Si cabe, la cercanía dispara la intensidad: el público está al mismo nivel de los cantantes, oyen su respiración, ven el brillo de su sudor; cuando un busto de yeso se arroja al suelo, los añicos llegan hasta los pies de la primera fila; Tarquinius y Collatinus se cuelan entre el público; Lucrecia se suicida delante de tus narices. Al mismo tiempo, es un antiguo garaje y por las ventanas traslúcidas se cuelan, de vez en cuando, las luces azules y rojas de un coche de policía.

No es raro que se intente sacar la ópera de su envoltorio habitual: desde «La flauta mágica» que el director Christoph Hagel colocó en una estación de metro de Berlín, hasta la compañía australiana Underground Opera, que programa funciones en minas abandonadas, túneles, cuevas o depósitos de agua subterráneos. Pero Loft Opera no pretende ser un experimento, ni una compañía alternativa que compita con el formato clásico; su objetivo es desatar «un movimiento popular operístico» que se difunda por otras partes de EE.UU. «Queremos crecer hacia fuera, no hacia arriba» , dice Ellis-Ferris. «Mi ideal es convertirnos en una organización que ayude a otras a hacer lo que nosotros hacemos. No ser más grandes, sino provocar un mayor cambio».

Sin embargo, aunque sea de rebote, Loft Opera se ha convertido en una pieza clave de la escena operística neoyorquina . La New York City Opera, la segunda compañía de la ciudad, más progresiva que el Met, declaró su bancarrota en 2013. El pasado 1 de octubre se anunció que la Gotham Chamber Opera, que ocupó parte del espacio dejado por la New York City Opera, cerraba también sus puertas por problemas económicos. «Es normal que el arte alternativo florezca cuando hay un vacío en la escena operística clásica. Pero no es nuestra intención convertirnos en la segunda compañía de Nueva York», asegura Ellis-Ferris. Pero la salud de su propuesta «underground» podría ser un indicio de que otra ópera es posible: no tiene caballos en el escenario, pero puede ser sostenible.

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