Flamenco
El Niño de Elche crea el 'antiole' con caramelos de cocaína en Pamplona
El cantaor ha cantado desde el balcón de la Casa Consistorial este sábado 28 de agosto en el festival Flamenco On Fire
Quien se autoproclama 'exflamenco' ha terminado de perfilar un nuevo concepto en el festival Flamenco On Fire de Pamplona: el 'antiole'. Él toma del género jondo lo anecdótico, como la venta de caramelos de cocaína que en la época anunciaba el maestro Antonio Chacón en los periódicos, y lo mezcla con balbuceos, sonidos guturales y otras estridencias. Esto, pregonado desde el balcón de la Casa Consistorial de la ciudad, genera una sensación extraña: eso es el 'antiole' . La antípoda del goce que produce lo esperpéntico. Es, dicho de otro modo, como si ese comentario que no se dice a la hora de la comida para evitar la arcada se desatase en el peor momento. El 'antiole', eso es, que produce momentos de gran comicidad, pero en lo que a la música se refiere rehuye de lo estelar.
Está lleno de carencias. De recursos. Y ha perdido toda su libertad: sin él ya no funciona. Necesita de la oposición, como toda provocación. Coquetea con el límite de lo que el público admite , que parece ser mucho. Destroza piezas históricas, como la caña de Rafael Romero El Gallina, y consigue, a su vez, cuantiosos ingresos. Quien aparentemente parece el más indie del flamenco es en realidad uno de los pocos artistas con el apoyo de las multinacionales y las grandes programaciones. Tiene un éxito indudable. Es comercial , dejando algo así como un rebelde terriblemente 'mainstream'. Incapaz de cantar por soleá y despertar el interés, pero efectivo al maridar cualquier palo con evocaciones a animales, parpeos, graznidos y lo que surja, que es la base de todo esto. Probar.
A la contra de los grandes revolucionarios de esta disciplina artística, El Niño de Elche llegó a la vanguardia por el camino más corto: empezando por ella . No destacó demasiado como cantaor ni como guitarrista, instrumento que maneja con más solvencia que la voz, hasta que descubrió este otro filón. Un atajo a la mediocridad que, también sea dicho, tiene mérito, pues nada habría logrado cantando desacompasado por bulerías con toda una legión a su alrededor que lo hace con más enjundia que él. Es diferente, como tantas otras cosas que salieron mal. Su línea no es la de Rocío Márquez, explorando nuevos confines con la garganta; David Dorantes, reinventado de forma constante el piano flamenco; o Israel Galván, un genio del baile, por mencionar compañeros que caminan por el terreno de lo disruptivo. Aquí no prima el talento. No hay una evolución natural, sino un montón de probetas que se vacían y se rellenan sin ton ni son, por eso cualquier comparación con otro artista parece desaconsejable. No es, por tanto, una cuestión de ortodoxia frente a heterodoxia.
En Pamplona le acompañó al toque y a las palmas Raúl Cantizano . Una guajira que de pronto se convierte en chirrido, sacudidas de mandíbula, una soleá petenera que en sus pronunciados arcos melódicos deja lengüetazos, de pronto una arenga con besos y chasquidos de por medio... El esqueleto de su música es enjuto, pero el traje con la que la viste, entre hilarante y ofensivo, hace que elementos esenciales como la afinación, el compás y el sentido de la melodía no importen. Es decir, lo que destaca de los pregones con los que comenzó el recital es que de pronto emulan al balido de una oveja. Más 'antiole'. Esa es su aportación a esa vieja creación. El cénit de su propuesta. Está bien porque ganó sonrisas entre los asistentes, algunos cómplices. Tiene algo circense que quizá sea su recurso más explotable. Un valor. Si encima cantase bien sería un artista completo.