«Mirentxu» y los momentos entrañables

Ainhoa Arteta, protagonista de «Mirentxu» Ernesto Agudo

Alberto González Lapuente

Jesús María de Arozamena cuenta que ni todos los músicos ni todos los poetas son siempre buenos pero que Jesús Guridi sirvió a sus contemporáneos la imagen clásica: «una perfecta armonía, una ecuación perfecta entre la claridad de su alma y el lirismo de su obra». Publicó el «Inventario de su vida y de su música» en 1967, y quiso hacerlo por obligación personal ante lo que consideraba «un hombre maravilloso y un músico extraordinario». La admiración y el cariño que desprende el texto es revelador y está muy en consonancia con la opinión de muchos alumnos a los que Guridi instruyó desde su aula del conservatorio madrileño. Luego las circunstancias de la vida musical española se han encargado de recortar su herencia. Arozamena falló al profetizar que cada día se agranda y completa el valor de su música a pesar de ser ya algo muy importante. Tal y como sucede con otros músicos de valor, su legado apenas es un rescoldo que muy de vez en cuando se aviva en conciertos y programaciones sorprendiendo a aquellos que deciden escuchar con franqueza.

El Teatro de la Zarzuela propone ahora dos audiciones en versión de concierto de «Mirentxu», obra particularmente significativa por lo que representó como afirmación de un arte lírico de naturaleza vasca en los albores de la segunda década del siglo XX. En el programa de mano lo describe María Nagore , quien también se ha encargado de dar la conferencia preparatoria a estas interpretaciones. «Mirentxu» es un piedra angular que, desde su estreno en 1910, solo se ha escuchado en la Zarzuela en dos ocasiones, la última en 1967. En este tiempo, se presentó en distintas adaptaciones. Hay seis o siete «Mirentxus», desde la original con texto de Alfredo Echave hasta la última reescrita por Arozamena en castellano y en euskera, que es la que se ha escogido ahora con el añadido de una nueva adaptación dramática de Borja Ortiz de Gondra, quien sustituye los diálogos por una narración que deduce y anticipa lo que luego se desarrolla en los números musicales.

Al fondo del escenario del Teatro de la Zarzuela un telón con un bosque, el coro y solistas al frente, la orquesta en el foso. En la Zarzuela se cuidan las versiones de concierto procurando un espacio lumínico y escenográfico que potencie el sentido de la obra. En el caso de «Mirentxu» este detalle es imprescindible pues de nuevo hay que hablar del ambiente como identidad. Guridi fue un vasco íntegro que colocó el «Idilio lírico» en un espacio esencial, de naturaleza visual y acústica rural al que se pliegan los personajes con un punto de ingenuidad, sin malicia, con un mensaje humilde y conmovedor. En su día fue la cobertura a un sentimiento colectivo que aún hoy importa. Los ojos llorosos de Ainhoa Arteta y de Mikeldi Atxalandabaso , ambos sobre el escenario y participando de la tragedia de Mirentxu podrían hacer creer que en la primera de las interpretaciones de la obra, el pasado viernes, llegó a concentrarse el espíritu genuino de la composición.

Pero también es importante el carácter universal al que pueda contribuir una interpretación capaz de sublimar los rasgos más elocuentes de la partitura. Entre ellos está la romanza de la protagonista, que es un punto de referencia que ha trascendido la propia obra fosilizándose en una unidad musical independiente. La emocionante calidad de su melodía, el tono meditativo, el sentido reflexivo de su mensaje es algo que Ainhoa Arteta ha proclamado en muchas ocasiones y que, el otro día, en la Zarzuela tradujo con más convicción que eficacia. Frente al protocolario vestuario de los solistas, su presencia lujosa y algo sofisticada venía a contradecir el afán honrado de la protagonista, su propio paisaje. Arteta cantó al principio cerca de la partitura y desde ese mismo momento trató de encontrar la igualdad vocal, a veces desfigurada. Mirentxu podría haber volado lejos pero su nostalgia se quedó en el gesto antes que en la voz aun teniendo un auditorio proclive y convencido.

En general, la obra se presentó con habilidad. Oliver Díaz y la Orquesta de la Comunidad de Madrid necesitaron tiempo y concentración. El preludio quedó lejos del dibujo pintoresco pero hubo conjunción en el segundo acto. El Coro Titular del Teatro de la Zarzuela canto con mucha más robustez y finura ante lo delicado que frente a lo expansivo. Y el infantil lo hizo con candidez. Arozamena también dice que Guridi era el «poeta de los niños» y que Falla lo reconoció al señalar que una obra tan extraordinariamente encantadora como «Así cantan los chicos» le concedía «fama imperecedera». A todo ello, «Mirentxu» suma razones que el coro de voces blancas Sinan Kay, que dirige Lara Diloy , supo comunicar a los espectadores de la Zarzuela. Las solistas Patricia Valverde y Azahara Bedmar reforzaron el tono ingenuo de esta parte.

José Manuel Díaz defendió con dificultad a Manu. Merifé Nogales asumió el papel de Presen con suficiencia y un punto de rutina. Christopher Robertson fue un Txanton cuerdo antes que sentencioso. Atxalandabaso se creció ante la fuerza y el arrebato. Su Raimundo fue vigoroso, inmediato, de clase aldeana. El dúo inicial con Mirentxu pudo fusionarse con más precisión pero el vigor de su propuesta fue creciendo hasta tener sentido. Y todo ello se entrelazó con una narración bien estructura y asequible. La dijo Carlos Hipólito con el ánimo de compartir una evidencia. La sencillez, la fluidez, el esfuerzo por entrar en la verdad de los hechos fueron armas importantes de su retórica. Al fin y al cabo, «Mirentxu» ha quedado como la obra «más pura, más espontánea y más personal» de Jesús Guridi. Es decir, el telón de fondo de un músico que solo pide afecto, esmero y convicción.

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