Aix se levanta contra el delirio de Stone
El Festival de Aix-en-Provence comparte mitos, leyendas y objetos sagrados. Wagner y su ' Tristan und Isolde ' ocupan una posición adelantada por su condición mística y espiritual, ante la que no cabe la duda y menos aún una irreverencia como la perpetrada por el director teatral Simon Stone , fiel a su fama de 'enfant terrible' e iconoclasta.
El estreno de una nueva producción, a medias con Luxemburgo, concluyó el viernes con un abucheo de dimensiones formidables al que un telón rápido sofocó con una rapidez inaudita, a punto incluso de lesionar a algún intérprete durante los saludos. Quizá fue una medida de seguridad tratando de evitar la proliferación de aerosoles generados por el griterío. En el límite de lo seguro, salas como el Grand Théâtre de la Provence admiten el aforo completo con la obligación de que los espectadores presenten un registro de vacunación contra la covid o un test validado en las 48 horas previas al espectáculo.
Carlos Álvarez , todavía pendiente de su próxima actuación en 'Tosca' para el Teatro Real, explicaba hace unos días en ABC que «el escenario ha de ser un espacio de absoluta libertad en el que pueda suceder cualquier cosa. Es el público el que debe reflexionar », aclarando de inmediato que los espectadores están en el derecho de manifestar su opinión. No cabe mejor definición para un desenlace tan civilizado y previsible desde el inicio de este 'Tristan', cuando recién iniciado el preludio se abre la escena para mostrar un apartamento en el que varios invitados departen, se mueven y divierten ajenos al esfuerzo de concentración propuesto por Simon Rattle y la Sinfónica de Londres. La falta de consideración añade admiración a un trabajo pulido, sugerente e implicado, sostenido al margen de una escena cuyo primer gran defecto es proponer la distracción sin acomodo a una música cuya capacidad descriptiva y visionaria está fuera de toda duda.
El 'Tristan' de Aix ha triunfado por aclamación en el aspecto interpretativo. Al trabajo instrumental hay que unir el reparto encabezado por Stuart Skelton y Nina Stemme , veteranos intérpretes y colaboradores en 'Tristan' desde que se presentaran juntos en el Metropolitan de Nueva York en 2016. Stemme, por su parte, conoce bien a Isolde desde hace casi dos décadas y se nota en la manera algo cansada con la que interpreta el papel, en la lenta reacción vocal, en la consecución de un color afilado y algo chillón, pero también en la facilidad para moldear el personaje y dotarle de una gran intensidad dramática. Es una Isolde de vieja escuela, lejos del sentido pletórico que pueda tener el personaje, pero muy propio de quien ha sufrido y anhelado.
Skelton, por su lado, preserva una fortaleza innegociable que, no conformándose con transitar por la obra sin la más mínima reserva, llega al tercer acto sobreponiéndose, con frescura, entusiasmo y enorme sabiduría. El arco expresivo que describió en este momento, creciéndose ante el dolor, la angustia de la espera y el deseo por el reencuentro fue toda una demostración.
Colaboraron con ellos Franz-Josef Selig , en el papel del rey Marke; su monólogo comenzó con frases breves, entrecortadas, pero fue poco a poco encontrando la gran línea, la expresión poderosa. Ajeno al hieratismo, dota al personaje de ancha humanidad. Asimismo, Jamie Barton y Josef Wagner construyen para Brangäne y Kurwenal un espacio creíble, sentimentalmente intenso y vocalmente muy redondo. Tan sensato que hizo olvidar por momentos el transcurrir eterno de ese vagón de metro en el que se consuma la tragedia, que no deja de recorrer paisajes o parar en estaciones para recoger a público de toda condición, incluyendo como músico ambulante al corno inglés de la orquesta.
Simon Stone tiene poderosas razones para defender su trabajo, sostenido sobre la posibilidad de interpretar las claves de la obra desde una perspectiva contemporánea. Habla de posmodernidad, de la fachada de una mitología que es ajena al hombre de ahora, de la falsedad escénica, de la realidad cotidiana, y del secreto compartido en la era digital. Por contra, o lvida el deseo de abandono a una dimensión inmaterial que una representación musical tan excepcional como esta puede provocar, generando un ambiente de tanta gravedad que un clic del bolígrafo podía suponer un mirada amenazadora de cualquier espectador cercano (no es difícil imaginar cómo fue el proceso de congelación al que se sometió a los propietarios de varios móviles que sonaron inoportunamente).
Porque lo inmediato y lo vulgar es lo que ofende, lo que convierte el trabajo de Stone en un compromiso vanidoso y poco fiel a un espíritu que apenas se atisba en el escenario: desde el apartamento del primer acto al dúo del segundo acto, en el que los protagonistas se ven interrumpidos en sus devaneos en un estudio, quizá de arquitectura, por varias parejas que representan mímicamente sus deseos carnales, y el inevitable transcurrir del tiempo que Stone se ingenia en representar con un anciano enfisémico y en sillas de ruedas al que empuja envejecida Isolde.
Preludio, dúo de amor y aún el ' Liebestod ', para el que Stone reserva un tercer episodio en el metro (que provoca risas en cuanto sube el telón), con gente entrando y saliendo mientras Isolde se esfuerza lo indecible en cantar, Tristan se levanta para 'whatsappear', ella le mira el móvil y finalmente le abandona. Stone quiere pasar de la realidad (su propia obviedad), a la recreación de la obra (emulando un sueño que a su vez reconduce el original), en un constante ir y venir. Y todavía, al principio, logra intrigar al valerse de efectos bien resueltos como la transmutación de la ciudad que se ve al fondo del primer apartamento en un fondo marino que sirve para dar forma a la pesadilla que Isolde imagina al poco de acostarse. Pero el destino catártico que propone es tan falso como el origen al que él trata de dar consistencia. Sin duda más fingido aún, menos evocador, sugerente, evasivo y conmovedor. Será esa nuestra realidad, según Stone; la manera que ha encontrado para que «l a obra hable al espectador y le conecte con el mundo », sin comprender que lo que apetece es abandonarlo durante algunas horas. Que las armas teatrales sean poderosas, que la escenografía sea soberbia, dibujada con opresiva perspectiva cinemascópica y dotada de una iluminación y vestuario impecables, acrecienta el delito cometido por un creador que, en el momento del chaparrón, encontró consuelo en la mano que Rattle le puso encima del hombro mientras le sonreía. El gesto de amigo pareció un reconocimiento al valor; no es tan evidente que lo fuera a su filosofía guerrillera.