Jesús Lillo - Análisis
Más triste es pedir que okupar
El Primavera Sound ha sido algo más que el altavoz del pijerío musical y el clasismo seudocultural del nuevo siglo. Cada vez que el Estado ponía contra las cuerdas judiciales o policiales al ‘establisment’ del separatismo, ahí estaban
Precursor de buena parte de los vicios y virtudes musicales de nuestra era, fue el FIB de Benicásim el festival que de la mano de sus fundadores -que no tardaron en vender el piso piloto, una vez alicatado hasta el techo con fondos municipales- comenzó a extorsionar al ayuntamiento para que le pusiera no ya un estanco o una administración de lotería, como era costumbre, sino un recinto de conciertos. Eran los tiempos, hace ya dos décadas de eso, en los que el denominado ‘impacto económico’ empezó a medirse a ojo, más o menos como ahora, y a poner los dientes largos a unos alcaldes a los que con tal de hacer caja económica o de resonancia aldeana lo mismo les daba un Orgullo Gay que una Semana Santa. Los propietarios del FIB amagaban de forma periódica con irse del pueblo y el consistorio sacaba el talonario. Debieron de aprender del gremio del cine, hermano cultural y de teta. A la excelencia por la mamandurria.
El MadCool madrileño también ha amenazado al Ayuntamiento de Madrid con hacer las maletas por falta de infraestructuras y cariño, ‘facilities’ en inglés. «¿A que no te vas?», cantaba Rocío Jurado en su etapa más desafiante. Nada nuevo. La canción de siempre. El Espárrago de Granada se fue de su tierra y al circuito de Jerez en busca de nuevas oportunidades, en su caso cantando por Antonio Molina -«Cuando salí de mi tierra/ volví la cara llorando/ porque lo que más quería/ atrás me lo iba dejando»-, y el Summercase de Boadilla del Monte llegó a aparecer en los papeles de la Gürtel por el trato recibido por el excelentísimo y correoso alcalde de la localidad. En este punto suena una rumba quinqui; pincha DJ Albondiguilla. Lo del Primavera Sound, harina de otro costal, tiene la peculiaridad extramusical que distingue a los emblemas de la red orgánica, si no clientelar, del separatismo. Allí la deslocalización es exilio.
Si el FC Barcelona es más que un club -con un impacto económico que no legitima que el ayuntamiento financie las obras de su nuevo estadio; ni al emprendedor y visionario de la construcción y la reconstrucción conocido como Florentino Pérez se le hubiera ocurrido algo semejante-, el Primavera Sound ha sido algo más que el altavoz del pijerío musical y el clasismo seudocultural del nuevo siglo. Cada vez que el Estado ponía contra las cuerdas judiciales o policiales al ‘establisment’ del separatismo, ahí estaba el Primavera Sound, comprometido con las nuevas libertades de la república, para emitir un comunicado de condena y solidaridad con el pueblo elegido y oprimido, en una acción concertada con el resto de entidades de la nación catalana. Cosas como las de Canet de Mar no figuran en el ‘line up’ de sus selectos carteles, muy bilingües.
El festival barcelonés había amagado con coger carretera y manta por falta de apoyo. Ancha es la España vaciada para que te pongan un piso, un escenario o un pesebre, que es a lo que vamos. Cierto es que el ayuntamiento de Ada Colau no se distingue precisamente por su olfato para los negocios, la riqueza común y el bienestar de los vecinos. Eso viene de lejos, como lo de Nissan. Mientras el conjunto de España se prepara para disfrutar del modelo Subirats a lo grande, los propietarios del Primavera Sound deberían haber empezado a negociar su permanencia en Barcelona según el patrón inmobiliario popularizado por el equipo de Colau, la del runrún. Es mejor okupar que pedir. Y de paso, dejarse de cayetanismos musicales y tirarse al barro recreativo de un festival como el Viñarock, certamen de la canción antisistema con el que la señora alcaldesa estaría encantada. Ella sabe medir a ojo el impacto social. Música de garrafón y gente de contenedor, sudadera y adoquín... La gente, el runrún...