Música
Israel Fernández, vestir y cantar
El joven artista ha estranado con éxito el espectáculo 'Ópera Flamenca' dentro del marco del festival Suma Flamenca de Madrid, en los Teatros del Canal, junto a Diego del Morao
Una pose nos devuelve a los años 20 del siglo pasado, período en el que Israel Fernández recrea su nueva obra. Tiene bajo la nuez el estilo que más se cultivó hasta los 50, el fandango , que tomó casi tantos colores como voces se acercaron a él. Pantalón de pinza, luz tenue, Diego del Morao empuñando hacia arriba el instrumento... Está clara la fachada: Ópera Flamenca, ese momento en el que el género jondo se hizo espectáculo con artistas vestidos de esmoquin triunfando por las plazas de toros. Todo aquello fue una sofisticación de esta cultura, como trata de hacer hoy el de Toledo en cada detalle. Ofrecer lo mismo, pero con otro envoltorio . El fenómeno que creó el empresario Vedrines, de hecho, se llamó así para salir de las denominadas variedades y tributar menos impuestos. O eso dicen, aunque no haya quedado del todo demostrado. El caso es que el arte se elevó a otra cosa. Se abrió y fue acogido por nuevos oídos. Hizo eso: volar.
Israel Fernández tiene el aplauso ganado con la lengua quieta . Está, meritoriamente, de moda . Y su público, además, parece diferente al habitual en recitales de este corte. Más jóven, heterogéneo. Todo ello lo ha conseguido cantando flamenco sin aditivos externos, como hicieron Lole y Manuel, siempre salvando las anchas distancias, en los 70: guitarrita y palma. Nada más. Sin excusas. Sin refugios.
Entra por Cádiz en la soleá con los estilos de Enrique El Mellizo y de Paquirri, evocando al Carbonerillo en un remate que juega a las delicias contenidas : «Antes que Dios nos aparte/te tienes que venir conmigo/tú detrás y yo delante». Todo en él es un susurro. Se echa al piano las milongas. A la garganta, con su tesitura a la vez laína y quebradiza, la murciana del Cojo de Málaga. Su eco es un colibrí. Puro nervio sin esquinas que solo se excede cuando alarga lo que Camarón, otra de sus referencias esenciales (esta, eso sí, contemporánea), acortaría. No es el cantaor más solvente de su generación ni el que goza de más recursos para resolver los esquemas sin repetir un giro. Tampoco, a sus 28 años, ha tenido tiempo todavía de desarrollar una obra y estilo radicalmente propios. Pero en esa senda anda. Emocionando a este personal que ha aplaudido sin medida lo que se originó hace más de cien años. La sensibilidad, que nos agrupa, que nos pone de acuerdo.
El suspiro de Manuel Vallejo , de quien recientemente se ha cumplido el 130 aniversario de su nacimiento, se desliza por hermosos terraplenes en la media granaína . Su recorrido por seguirilla resulta onírico. El toque del Morao va 'montoyeando', por así decirlo, sacando falsetas empolvadas que directamente nos conducen a los viejos discos de pizarra, mientras él echa mano de los legados más extensos: Joaquín Lacherna, El Torre, tiritos con dudas al aire para el cierre. Es en la guajira, sin embargo, donde de verdad encuentra el lirismo de Pepe Marchena con las grietas a las que acostumbra. Bello hallazgo.
El tempo de la bulería , con letras que estriban entre la jerezanía y el cuplé, también transporta en sus acentuaciones a esos surcos remotos de los que unos pocos locos andan aún enamorados. La velocidad. El sentido rítmico. Como empezó, tras un rasgueo sonoro, Israel Fernández se detuvo en seco para despedirse por fandangos. Si de verdad esto fuera la Ópera Flamenca, además de en pie, lo haría prescindiendo de la megafonía. Pero esto, cómo no, es una actualización de aquello. Una suerte de tributo certero que lo hace avanzar en su trayectoria. Melodía del Niño Gloria para mancharlo todo de caramelo y rabia y, justo después, a taparse tras el telón. Todo fue vestir y cantar.