Francisco Negrín: «Los extremismos políticos son consecuencia del miedo»
El director de escena de «Il trovatore», la ópera que presenta el Teatro Real del 3 al 29 de julio, es bisnieto de Juan Negrín, presidente del gobierno en la segunda república
Su acento -de color francés pero con leves tonos mexicanos- delata un origen incierto. Y así es. Francisco Negrín (1963) nació en México, donde vivió hasta los nueve años; de allí se trasladó a Francia, hasta terminar sus estudios universitarios. Ha vivido también en Inglaterra, Escocia, Bélgica, hasta -«harto de no vivir en un país mediterráneo», confiesa- establecerse en Barcelona, donde vive actualmente. Francisco Negrín, el director de escena de la producción de « Il trovatore » que presenta el día 3 de julio el Teatro Real- carga una mochila histórica que, asegura, no le pesa en absoluto, y cada vez menos. Es el bisnieto de Juan Negrín, presidente del gobierno de la II República entre 1937 y 1939.
¿Le ha marcado mucho su historia familiar?
La verdad es que no. Tengo un hermano al que siempre le interesó la historia, y él es el que siempre ha preguntado todo. Yo, por reacción, no quería saber nada, y no sé apenas nada de la historia de mi familia; se han muerto mis abuelos y me he quedado sin saber. Yo era más de mi abuela, que era actriz -Rosita Díaz Gimeno-, que de mi abuelo, que era médico y el hijo de Juan Negrín; digamos que me deshice de ese pasado. La gente, además, no sé si para bien o para mal, ya no se acuerda de eso; solo los más mayores reconocen el apellido. Una vez, en una exposición sobre Negrín, compré varios libros, y al ir a pagar, como aparecía el mismo apellido en la tarjeta de crédito, creí que iba a tener que contestar muchas preguntas; pero la persona que me atendió ni se inmutó. La verdad es que casi nunca me preguntan por mi apellido ni por mi historia familiar.
¿Y cómo ha terminado un bisnieto de Negrín en el mundo de la ópera?
Cuando era pequeño yo sabía que quería dedicarme a algo relacionado con las artes. No tenía ningún talento específico: no dibujaba, no sabía tocar ningún instrumento ni cantar... Entré en la Universidad pensando hacer algo técnico relacionado con el teatro: ingeniero de sonido, iluminador... Estudié literatura y música en Aix-en-Provence, en Francia, donde yo estaba entonces; allí hay un festival de ópera en verano y yo cogía trabajitos allí de figurante o de lo que fuera. En una ocasión, uno de los ayudantes de dirección enfermó y alguien sugirió que ocupara yo su sitio, porque hablaba varios idiomas y estaba al tanto de todo lo que ocurría en la escena. Así que me convertí en ayudante de dirección, y me dí cuenta de que eso era lo que quería hacer. Trabajé mucho como ayudante del director suizo François Rochaix, que fue mi mentor y, poco a poco, fui haciendo mis propios espectáculos.
¿El mundo de la ópera permite a un director de escena desarrollarse más que el mundo del teatro?
Sí y no. Creo que son dos trabajos muy distintos, aunque mucha gente dirá que son lo mismo. Pero donde más influye un director en el teatro es en el ritmo y la atmósfera del espectáculo; decide cómo se dicen las frases, los tiempos de silencio, la música que se pone... Y todo eso es, precisamente, lo único que no puede decidir un director de escena en la ópera. El ritmo lo determinan la partitura y el director de orquesta; ya existe la atmósfera, nosotros la interpretamos y la tenemos que justificar escénicamente. Se crea un mundo, unas situaciones para que parezca que la música ha sido compuesta para ese espectáculo concretamente. En cierto modo, la ópera limita la creatividad y transforma, en parte, al director en un intérprete, pero por contra suele trabajar con más medios. Se pueden hacer cosas más impactantes escénicamente que en el teatro de texto.
¿Eso no es al mismo tiempo un arma de doble filo? ¿No se corre el riesgo de alejarse de la esencia?
Tener más medios es un peligro, sí. Hay que saber por qué se quieren utilizar esos medios y hacerlo de manera que realmente valga la pena. La sencillez siempre es más potente; las herramientas se han de utilizar solo cuando de verdad se necesitan, y hay que encontrar la más adecuada para el uso que le quieres dar. Pero eso ocurre en todos los ámbitos de la vida.
Porque si no se tiene se tiende a llenar el escenario innecesariamente...
Claro. Hoy tenemos cada vez más recursos tecnológicos: videomapping, drones, etcétera, pero se suelen utilizar para efectos sencillos, y pocas veces se hace con un sentido dramatúrgico interesante. Estoy pensando en la realidad virtual; solo conozco a una persona, Alejandro Iñárritu en «Carne y arena», que lo haya utilizado para fines artísticos interesantes, el resto lo ha hecho para juegos o para experiencias. A la gente le cuesta mucho utilizar las nuevas tecnologías de manera significativa y no solo para efectos.
Usted ha vivido en varios países; Imagino que esa trayectoria cosmopolita influye tanto en su manera de ser como de trabajar.
Me ha facilitado trabajar en el mundo entero y en el mundo de la ópera, que es como una torre de Babel. En un ensayo hay que estar cambiando de idioma a menudo... Hay además otra circunstancia: yo no tengo raíces. No puedo sentir ni entender el patriotismo, y muchísimo menos el nacionalismo. No lo entiendo en absoluto. Soy también un poco camaleónico y no me cuesta sentir empatía, entender a la gente que piensa diferente; al mismo tiempo eso me causa problemas porque creo que todo el mundo piensa como yo pero no es así; y pueden ofenderse o no entenderme.
¿Y no cree que hay ahora más gente que se «ofende» que antes?
Se les oye más por las redes sociales... Es curioso, porque hay ahora por un lado más tolerancia que hace treinta años, pero al mismo tiempo hay más intolerancia, hay miedo a un mundo difícil, que se está expresando en ideas políticas muy extremistas; no son la solución, pero mucha gente cree que sí.
¿Y el mundo de la escena qué tiene que decir en estos momentos?
Lo mismo que el mundo de la cultura en general. Las gentes del teatro nos comunicamos con el público y tenemos que saber elegir si hemos de ser didácticos o de alguna manera militantes; si queremos ayudarles a escapar de los problemas o hablarles de cosas más profundas y más metafísicas. Todo es válido, todo es necesario; lo importante es que la gente se comunique. Solo así se avanza.
Vamos a «Il trovatore»; ¿es una ópera compleja para un director de escena?
Lo es por varias razones. En primer lugar, es muy conocida, y te enfrentas a un público que tiende a comparar, a tener ideas preconcebidas de lo que ha de ser esta ópera. En segundo lugar, es una obra belcantista, con requerimientos vocales extremos que solo determinados cantantes son capaces de hacer bien; lo que el bel canto requiere de su cuerpo limita su movimiento y su actuación. Y por fin, está la ópera en sí, que dramatúrgicamente tiene sus «problemillas»; su libreto es incómodo porque no cuenta demasiado bien la historia. Pero la música de Verdi te ayuda a contarla y a resolver la parte narrativa. Y hay que aceptar que estás contando un espectáculo cuya fuerza viene de la destreza vocal de los cantantes. Hay que construirlo en torno a ella, no se puede ignorar. Lo mismo que si haces un melodrama de Puccini, no la puedes transformar en un drama psicológico e intelectual. Hay que entender el código.