Festival Encuentro Silva de Sirenas

La emoción inmediata

Josetxu Obregón

Alberto González Lapuente

Se ha celebrado estos días el Festival de Música Antigua Silva de Sirenas (antes Festival Encuentro de Música Antigua), cuya experiencia se resume en siete años tratando de difundir por distintos escenarios madrileños las claves de una música siempre contradictoria: popular y especializada; placentera en su escucha y recóndita en muchas de sus claves. Toma como denominación «Silva de sirenas», en alusión al libro de música de vihuela de Enríquez de Valderrábano , uno de los siete grandes vihuelistas españoles del Siglo de Oro, cuya escritura se codifica a través de la tablatura, de uso exclusivamente hispano. FEMA (hoy FESS) nació por impulso del flautista Juan Portilla , director del grupo Delirivm Musica, y hoy divide su trabajo en dos direcciones. De un lado, tratando de ampliar el conocimiento de músicos, estudiantes y amateurs que deseen trabajar en pequeños grupos la música del Barroco y la polifonía del Renacimiento. Un equipo de profesores atienden a la danza histórica, la técnica vocal, conversan y difunden, incluyendo un taller de apreciación musical y escucha activa. Inevitablemente, la edición 2020 se soporta sobre el «streaming» transformando el concierto final en un documento audivisual.

Pero FESS también es un festival que, haciendo caso omiso de las dificultades del momento, inaugura este año su primera edición. Nace de los cursos y encuentros y ha concluido el 12 de octubre, tras celebrar cuatro conciertos en el salón de actos del Ateneo de Madrid. Basa su programación en la divulgación del patrimonio musical europeo, con obras de Bach, Haendel, Telemann, Caldara y Monteverdi, entre otros, y la actuación de grupos nacionales: ; Emilio Moreno y Aarón Zapico , el propio grupo de Portilla, Delirivm Musica , y La Ritirata de Josetxu Obregón . Este último actuó el domingo reduciendo la plantilla al trío formado por el propio Obregón, el clavecinista Daniel Oyarzábal y el tiorbista Daniel Zapico . «Antonio Caldara y el violonchelo» fue el título de un programa que se alimenta de la última edición discográfica del grupo, dedicada al violonchelista veneciano en su 350 aniversario, y con la que se amplía otros trabajos anteriores como el dedicado a Caldara y sus óperas sobre Cervantes.

Caldara fue un viajero musical que sirvió en su Venecia natal formando parte de la capilla musical de la Basílica de San Marcos; en Mantua, al servicio de la corte ducal de Carlos III; en Barcelona, donde residió en plena Guerra de Sucesión como miembro de la Capilla Real y en donde estrenó en el teatro Llotja de Mar la primera ópera italiana representada en España, «Il nome più glorioso», y, por último, en Viena, donde se instaló tras la entronización del emperador Carlos VI, y donde llegó a ser vicemaestro de capilla de la corte imperial, hasta su muerte. Entre sus 3.500 obras, el violonchelo ocupa una posición de privilegio: ejemplos extraídos de las sinfonías, sonatas, «lezioni» se ha reunido ahora en un concierto particularmente intenso, sugerente.

En otro momento, todos estos datos serían ociosos, pero las circunstancias han promovido un cambio instantáneo sobre costumbres aparentemente arraigadas y, sin darnos cuenta, asistir a un concierto se ha convertido en un acto transgresor en el que unos pocos iniciados se reúnen dispuestos a compartir códigos enigmáticos. Con independencia de la duración de la pandemia y de las consecuencias que deje, es evidente que el esfuerzo que se hizo, a veces casi pornográfico, por convertir el concierto en un acto participativo y abierto a la totalidad de la sociedad, se ha transmutado de golpe en una ceremonia privada, secreta y sospecha, en la que el silencio, la distancia y el protocolo de acceso delimitan el horizonte.

Objetos banales como el programa de mano han dejado de existir y con él la posibilidad de contextualizar el programa. Durante casi 200 años, estas pequeñas publicaciones llegaron a ser auténticos objetos de culto, a veces convertidos en auténticos tratados sobre la escucha. A duras penas se maneja el móvil para descargar la información (basta mirar alrededor para comprobarlo) y de forma inmediata el concierto es una audición a ciegas, abierta a la inmediatez de lo placentero, la distracción, el evitar pensar. Tratando de dar sentido al laberinto, Josetxu Obregón presentó el concierto. Dijo las palabras justas, después de agradecer la asistencia a la treintena de personas que se dispersaban por la sala, hizo un alegado en favor de la cultura segura y se le aplaudió. Es mucho tener la posibilidad de celebrar este festival, de poder escuchar en vivo interpretaciones refinadas, intensas y de tanta altura definitivamente contenidas en una ceremonia de culto.

Obregón defiende las «lezioni» de Caldara que él mismo ha rescatado en Viena y las interpreta con el convencimiento de estar ante música importante, aunque lo sea a medias. Lo mismo le sucede a las fugas para clave que Oyarzábal toca con exacta seguridad, cuidado y sutil balanceo. Tanto es así que la mera escucha de estos ejemplos sería suficientes para dar sentido al fin placentero de la reunión. Sin embargo, el verdadero descubrimiento está en los movimientos lentos desgajados de algunas sonatas, expresivos, conmovedores. Y, muy particularmente, la «Sonata III a violoncello solo col basso continuo» en la que un gran compositor aparece dispuesto a demostrar la necesidad de tener valedores como Obregón que le despierten y defiendan después de tanto tiempo. El ambiente del salón de actos del Ateneo, convertido en un lugar propenso al conocimiento, hizo mucho en favor de esta música, infrecuente y estupenda. Aunque el aura tuviera un origen claro en el escenario, en el convencimiento, honradez y calidad de unos intérpretes dispuestos a compartir sus confidencias musicales con un puñado de elegidos.

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