El «elixir» de Dulcamara

El baritono Erwin Schrott como «Dulcamara» Javier del Real

Alberto González Lapuente

La producción de «L’elisir d’amore» que Damiano Michieletto firmó en 2011 permanecía en los anales gracias a su guiño divertido, su estrafalaria reunión de personajes, por la luz, el color y por ese gesto desinhibido y sonriente. Se estrenó en el gran escenario del Palau de les Arts de Valencia donde tenía perspectiva panorámica: la playa y el chiringuito, el cielo despejado, los cuerpos domados al sol, los niños, los municipales y hasta el macarra. Vino a Madrid, dos años después, y la escenografía se apretó en el nuevo espacio. Pero se seguía riendo el ingenio escénico. El Teatro Real recupera ahora la propuesta con reposición de Eleonora Gravagnola e introduciendo algún cambio relevante como la tarta hinchable que sustituye al trampolín en el segundo acto.

El barítono Erwin Schrott es todo un veterano. Conoce este «Elisir» desde la presentación, si bien su Dulcamara ha adquirido ademanes más encopetados. En el camino ha quedado la arrogancia, la frescura. La manera de cantar es menos arriesgada, más académica. Mantiene una autoridad vocal excelente y, sobre todo, personalidad. Anoche, se agradeció mucho su presencia pues con la cavatina del primer acto vino a reflotar una representación que apuntaba inexorablemente al naufragio. Porque lo del foso tuvo difícil digestión, con el maestro Gianluca Capuano dispuesto a rememorar timbres históricos, pero confundiendo el rigor con la intransigencia. La sequedad, la tosquedad, el volumen y la aceleración eran evidentes. Siempre por delante de las voces, forzando a la orquesta en la articulación y el acento, su actuación puso de manifiesto las debilidades del primer reparto.

La voz pequeña de Brenda Rae (Adina) calaba y a duras penas se mantenía, la más rústica y desordenada de Allesandro Luongo (Belcore) desafinaba ostensiblemente y apenas era audible en el grave. La levedad del timbre de Juan Francisco Gatell dejaba a Nemorino en estado insípido aunque en su caso el esfuerzo era adicional en sustitución de Rame Lahaj.

El segundo acto transcurrió sin encanto ni poesía, pero con algún mínimo detalle en la «furtiva lacrima» de Nemorino o a través de la media voz de Arina en el aria «Prendi, per me sei libero» demostración de una calidad de fondo hasta entonces inédita. Fueron apuntes en una representación que, cuesta creerlo, transcurrió sin risas, sin alegría, sin chispa.

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