Flamenco
Dos cantaoras gitanas conquistan Pamplona
Inés Bacán y Dolores Agujetas son dos de las protagonistas de la octava edición del festival Flamenco On Fire
Tan diferentes son a todo esto que podrían servir como puntos de referencia: más allá de ella, más acá de la otra, un poco hacía allí. Llevan varios días paseando por Pamplona, sigilosas, pero en las antípodas de lo invisible. Una, Inés Bacán, es de Lebrija. La otra, Dolores Agujetas, de Jerez . El pasado miércoles se subió la primera a cantar desde un balcón mientras que la otra lo hizo desde un pequeño teatro. Para el jueves, sin embargo, se cambiaron las tornas. La de Jerez, que pertenece a una de las sagas más poderosas en lo que a lo rancio se refiere, a arcaico, a raíz que al fondo no pertenece a ningún tiempo ni lugar, pregonó desde donde se celebra el popular chupinazo de los Sanfermines la queja entera de su estirpe: los Agujetas. Desde su abuelo, El Viejo, esta familia se ha consolidado como una fuente fidedigna de los estilos de Manuel Torre, amén de otros que sin ellos se hubieran perdido, como el de Carapiera. La otra, igualmente salvaje y sin tener nada que ver, marchó al escenario de Civibox tras el mediodía. Ambas, desde distintos puntos, refundaron a base de llaga y misterio el Reino de Navarra. O le cambiaron por un momento el acento.
Dolores juega todo el rato a cantarle despacito a la muerte. Sin adornar nada. Desfalleciendo en cada tercio una vez más . Y otra. En la saga de los Agujetas todo tiene el color de la seguirilla. Interpretó desde la Casa Consistorial unos tientos tangos hacia la plaza y unas bulerías sin demasiado interés. También unos fandangos de su padre, Manuel Aguejetas, un martinete en vivas llamas y una seguirilla, su espacio natural para el recreo. Pero su virtud está en lo mortecino. No brilla, sino que oscurece . Todo es dolor tras sus facciones, como si pintara el aire en carboncillo. Junto a la guitarra de Domingo Rubichi soltó pavesas por las barandas. Mostró austera su eco, absolutamente ennegrecido en cuatro cantes de sobra conocidos, como todo su repertorio, siempre igual, pero siempre sorpresivo. A veces vale lo mismo que la nada y en otras ocasiones alcanza lo impagable. Porque a veces está y a veces no, como la suerte. Es una moneda al aire . Un pentagrama que empieza a colorearse cuando se enciende su voz, no antes, y que de descontextualizado que parece apartado de una fragua termina por resultar sobrecogedor al enmarcarse en tan lejana fachada. El arquetipo de gitana sollozando algo que se resuelve como universal. Los contrastes. Las líneas disonantes.
Tal vez sea este uno de los últimos grandes acontecimientos que se han producido en el flamenco: llevarlo a un espacio que le es ajeno, pero que a su vez se impone . No es el flamenco lo que conquista la ciudad, sino que es la ciudad la que lo acoge con sus mil vértices. El arte cabal se integra en su arquitectura y su cultura, en su gastronomía. Los flamencos, cuando llegaron a Japón el siglo pasado, buscaban sardinas en los mercados para asarlas en el hotel (perfecta previa para el escándalo). Aquí toman pintxos. Se funden. Esa es la principal diferencia con otros festivales. Que nada, entorno ni artista, renuncia a su ser. Y como dos gotas de agua se vuelven una. Nueva, rara, sorprendente. Lo dicho: la Agujetas sembrando flores como sentencias entre un público que sin comprender nada lo entiende todo. Jerez en Pamplona. Una broma que se ha ido de las manos.
Inés Bacán , con la lengua adormecida, mece antiguas catedrales unas calles más allá, en un patio. «Yo sé si voy a cantar bien justo antes de empezar. Pienso un segundo y me ilumino», dice. ¿Y cómo está hoy la cosa?, le pregunto. «Voy a cambiarme. En un rato te digo, aunque a veces me confundo...». La gitana, de talle orondo, sale por la puerta pintando una estampa remota . Los fandangos por soleá y algún momento de los tientos merecen la entrada a esta llaga infernal que prende a fogonazos, cuando surge. Los detalles de Manolo Caracol en la soleá son punzadas. Los de Antonio Mairena, ya en las seguirillas de su tierra, tan bravas, la conclusión definitiva de que todo se renueva al filtrarse por sus formas gangosas y lastimeras.
Pertenece al altar mayor del cante: el de los Peña, los Pinini, los Perrate, los Bacán... Su suerte no es el compás, sino la lágrima hecha quietud. Canta como se rompería un cristal en el espacio . En blanco y negro. Casi callada. Y así, una gimiendo desde un primero y otra plegándose el alma desde el suelo, han hecho historia. Dolores e Inés, dos que visten alta la sangre, no el apellido. Dos que viajaron para llamar a lo propio lejos de casa. «Para ser universal, habla de tu pueblo», que dijo Chéjov. No hay más claves en esta hazaña morena.