La canción de Juliette Gréco
La intérprete francesa fue, en ese pequeño reino que va de Saint-Michel a Montparnasse, princesa por derecho propio
En 1949, Saint-Germain-des-Près es el corazón con el que late un mundo que acaba de arrancarse con rabia a la guerra más cruel. En la Brasserie Lip tienen sede Malraux y sus cofrades. Sartre, Beauvoir, Camus, Bataille asientan sus reales en el Flore y en los Deux Magots, justo enfrente. Músicos, pintores, poetas, filósofos…, todo danza en el monumental barullo de una generación dispuesta a devorar la vida que retorna. Son jóvenes, brillantes, vertiginosamente lanzados a reinventar el mundo.
Juliette Gréco es, en ese pequeño reino que va de Saint-Michel a Montparnasse, princesa por derecho propio. Tiene apenas dieciocho años cuando, en la rue Dauphine, convierte el túnel cuyo sótano aloja el bar Tabou en la comuna de jazz y filosofía que frecuentan Boris Vian y el Sartre que escribirá para ella la letra de una canción, "Rue des blancs Manteaux", musicada por el gran Joseph Kosma.
No ha cumplido los 22 cuando, en el cabaret Le boeuf sur le toit, choca con el descomunal Miles Davis . “No me fijé en que era negro”, dirá muchos años más tarde. “Lo único que vi fue lo guapo que era. Y, por fortuna, él tampoco debió ver que yo era blanca, porque era muy racista”. Y, al Jean-Paul Sartre que pregunta al trompetista por qué diablos no se casa de una vez con esa joven que vuelve a todos locos en Saint-Germain, Miles responde con la misma señorial altanería con la que tocaría "Kind of blue" : “Porque la amo”. La ya anciana Gréco deja caer, al recordar, tantos años después, aquella anécdota, una última coquetería: “De todos modos, yo me hubiera negado a casarme con él”.
Por la voz de Gréco pasaron los poetas. Prevert , sobre todo, de un modo inolvidable. "Les feuilles mortes" podía ser cantada, recitada, lentamente silabeada por aquella sacerdotisa siempre de negro. Gréco podía hacer con esa canción lo que sencillamente se le antojara: la canción era ella, y Prévert tan sólo su instrumento. Y pasaron los compositores legendarios: Jacques Brel, Georges Brassens, Serge Gainsbourg … A todos imponía Juliette Gréco la impecable indolencia de su dejar caer las sílabas como en un abandonado desapego que las revestía de venenoso hechizo, de incurable melancolía. Todo se transformaba en Gréco, cuando Gréco se dignaba a devorarlo.
Fue el tiempo de esplendor que sólo es dado degustar tras una guerra. El tiempo acelerado que la mujer de negro suspendía, en cualquier cave del Barrio Latino , con un gesto displicente de esa mano que aleja malos recuerdos: “¿Lo ves? No he olvidado / la canción que tú me cantabas”. No, nadie olvida eso.
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