Calamaro de la Puebla
Apoteosis total del ‘crooner’ argentino en un WiZink Center lleno con 15.000 personas
No tengo claro a quién he visto más veces en mi vida, si a mi madre, a Morante o a Calamaro. Tengo dudas. En cualquier caso, los tres forman la terna de personas que mejor conozco del mundo y solo viéndoles la cara soy capaz de proyectar lo que va a suceder el resto de la tarde. Y, si me apuran, de la vida. En ocasiones sus personalidades se entremezclan y aparecen híbridos, como ayer, cuando en el Palacio de los Deportes Calamaro se fundió con Morante y apareció en escena Andrés Morante . O, mucho mejor, Calamaro de la Puebla, con lo mejor y lo peor de ambos; es decir, la genialidad de un superdotado, la mirada de un genio y la pose de una estrella pero con esa obsesividad errática, con el despiste del que no sabe a lo que se enfrenta y con las manías propias del que ha triunfado tanto que se puede permitir cualquier fracaso.
A Andrés de la Puebla le molestan los flashes. Y lo dejó claro unas cuarenta veces. En lugar de entender que entre las 15.000 personas que llenaban el WiZink Center hay de todo y que, por lo general, la gente se porta bien, decidió enrocarse en gestos, manías y desplantes contra los escasísimos que sacaban el flash . Puedo entenderle. Y hasta de modo visceral. Pero tras cuarenta años encima del escenario se le presupone la suficiente experiencia y las suficientes tablas como para no dar el coñazo con manías de vieja.
Así paso el primer tercio del concierto, con un Andrés enfrascado en sus obsesiones y sin conexión con el público. Esto es duro en general, pero mucho más con un público como el de Calamaro, que está ganado de antemano, que viene emocionado de casa y que está formado por cuadrillas de cuarentones que han quedado con sus colegas del instituto en un aquelarre de cervezas vacías, camisetas negras y barrigas blandas. Así pasaron ‘Bohemio’, ‘Cuando no estás’, ‘Verdades afiladas’, ‘Crímenes perfectos’, ‘Me arde’ y ‘All you need is pop’. Que sí, pero que no. Que vale, pero que no vale. Un Andrés sin entusiasmo, sin ganas y, sobre todo, sin transmisión ; como cuando a Morante no le gusta el toro y en los lances de recibo el cuerno se le engancha al capote y el viento le ofrece su coartada. La misma cara.
Pero ahí se echó la muleta a la izquierda. Calamaro dejó de esconderse tras el teclado y fingir que es el ‘crooner’ que no es y se dio cuenta que estaba en Las Ventas. ‘Media Verónica’, ‘Los rehenes’, ‘Los aviones’, ‘Maradona’, ‘Espérame en el cielo’, ‘Estadio Azteca’ y ‘Tuyo siempre’ formaron un corpus de intensidad media para un público que venía rendido de casa . Y eso que en el baño se notaba que era martes.
Pero entonces cambió todo. Un tímido homenaje a los Beatles con ‘Nowhere man’ dio paso a ‘Hong Kong’. Y, sobre todo, a C. Tangana, la mayor estrella de la música latinoamericana de estos tiempos. Y el Palacio de los Deportes se vino abajo. La cosa tuvo algo de relevo en vivo, de cambio generacional en directo, como si hubiera un nuevo jefe en la ciudad y se llamara Pucho . Lo puso todo bocabajo con un aroma de macho alfa, como cuando el joven novillero se impone al maestro incluso haciendo todo lo posible por evitarlo. Y acto seguido Ariel Rot, la otra mitad de ‘Los Rodríguez’, que puso al concierto el carisma y la Gibson que le faltaba. Y Andrés con la Stratocaster. Y entonces todo sonó como debería haber sonado desde un principio. ‘Mi enfermedad’, ‘A los ojos’ y ‘Canal 69’. Apoteosis total. Luego ‘El Salmón’ y, como postre, Kase.O haciendo una extraordinaria versión de ‘Flaca’. Y ya, con el público rendido, Andrés estiraba el muletazo con ‘Alta suciedad’ y ‘Paloma’ para terminar con ‘Sin documentos’ y ‘Los chicos’, con homenaje a Soda Stereo incluido.
Y, como con Morante, todos a casa, con la sensación de haber visto exactamente lo que Andrés quería que viéramos, con esa media verónica a la vida y con la honestidad brutal del que solo pretender ser él mismo. Vale.
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