El Concierto de Año Nuevo busca su pureza
En el debut de Andris Nelsons al frente del célebre recital vienés, se hizo un hueco a Beethoven y la «Marcha Radetzky» sonó limpia de reminiscencias nazis
El mundo acaba de descubrir que lo aparentemente inocuo, aquello que cada primero de enero hacía vibrar de ilusión y optimismo a muchos muchos millones de personas en todo el mundo ocultaba tras de sí un poso de deshonra. Quién podía imaginar que la «Marcha Radetzky» con la que año tras año concluye el Concierto de Año Nuevo de la Filarmónica de Viena era música contaminada. Nikolaus Harnoncourt, un director al que le gustaba curiosear y lanzar nuevos puntos de vista, dirigió en 2001 la versión original de esta composición de Johann Strauss padre. Lo hizo llevado por su afán investigador, pero el éxito fue escaso. La versión tradicional seguía sonando más brillante y adecuada para palmotear en esa especie de desenfreno controlado con el que se clausura el concierto más popular del universo. Así se ha venido repitiendo desde 1946, cuando el director Josef Krips incluyó la obra como propina precediendo al famoso vals dedicado a «En el bello Danubio azul». La Segunda Guerra Mundial acababa de terminar y nadie quiso fijarse en el hecho de que el arreglo que se utilizaba, la orquestación de la obra, estaba firmada por el compositor y destacado miembro del partido nazi Leopold Weninger, autor de numerosas obras de ideario antisemita y xenófobo. Y desde entonces se ha seguido aplaudiendo, jaleando y disfrutando.
Una de las novedades del Concierto de Año Nuevo de 2020 ha sido la interpretación de una nueva orquestación de la «Marcha Radetzky». La Filarmónica de Viena explica en su página web las numerosas modificaciones que interpretación tras interpretación se han ido añadiendo a la propuesta de Weninger, desde correcciones tipográficas y alteraciones de notas a la eliminación o refuerzo de varias partes, particularmente en la sección de percusión. El texto es pura diplomacia, lo cual es razonable. La Filarmónica de Viena sigue estando en el ojo del huracán histórico, de manera que, en tiempos de hiperhigiene moral, procura gestionar con habilidad muchos detalles de un pasado a veces incómodamente complejo. Y, a cambio, proclama con mucho orgullo los méritos de un currículum definitivamente glorioso. Por eso, ante la última edición del concierto celebrada ayer, los austriacos han advertido que su propio origen se funde con la presencia en Viena del compositor alemán Ludwig van Beethoven. El 250 aniversario de su nacimiento es uno de los acontecimientos de este nuevo año. Con él llegó la interpretación de algunas de sus contradanzas, en un gesto de consideración que en ediciones anteriores disfrutaron otros autores como Mozart, Schubert, Haydn, Verdi o Wagner.
Pero, entre todas las novedades de la 80 edición del Concierto de Año Nuevo, destaca la presencia en el podio del director letón Andris Nelsons, avezado colaborador de los vieneses cuyos proyectos vitales pilotan sobre tres pilares discográficos: el ciclo de las sinfonías de Shostakovich junto con su orquesta de Boston, las sinfonías de Bruckner con la orquesta de la Gewandhaus de Leipzig, su segunda titularidad, y, más reciente, las sinfonías de Beethoven con la Filarmónica de Viena. Habrá unas 200 grabaciones del ciclo beethoveniano y muchas de ellas con la orquesta vienesa. La pregunta es, y así se ha escrito, hasta dónde el director deja tocar a una orquesta que podría interpretar estas sinfonías con los ojos cerrados o ha intervenido imponiendo un criterio absolutamente personal. La cuestión puede extrapolarse sin mayores consideraciones al Concierto de Año Nuevo, un evento en el que la tradición es un arma de doble filo. La impresión que dejó la transmisión que ayer ofreció RTVE con comentarios de Martín Llade, e inevitablemente alterada por el toque técnico en lo sonoro de Martin Gamperl y en lo visual del realizador Michael Beyer, demuestra que si Nelsons venía siendo un director fácil ante las grandes dimensiones, es un punto menos alegre frente a las miniaturas, aun siendo siempre un artista formidablemente inspirado.
Nuevos ángulos
Explorando nuevos ángulos, hubo cámaras circulando por los rincones más desconocidos del Musikverein o fundiéndose con las inflexiones de la polca «Fiesta de las flores», de Johann Strauss hijo, a fin de recorrer detalles de los arreglos florales que este año ha colocado el Departamento de Parques y Jardines de la Ciudad de Viena a partir de una producción conseguida con medios sostenibles. Pero el objetivo se tenía que centrar en Nelsons y en la impresionante potestad con la que siempre desarrolla su trabajo. Vestido de terciopelo morado, apareció sobre el escenario un punto sobreactuado. El Concierto de Año Nuevo es una difícil apuesta que pone en juego el hedonismo, la ligereza del carácter y la inmediatez de mensaje. Nelsons marcó con fuerza el rumbo de la obertura de «Los vagabundos» de Carl Michael Ziehrer y pronto encontró el escollo de algunas obras inéditas o poco prácticas en las que el esfuerzo consistía en encontrar el encanto.
El muy convencional vals «Saludos de amor» para el 150 aniversario de Josef Strauss vino a recordar los cien años del Festival de Salzburgo, donde la Filarmónica de Viena tiene su residencia de verano, permitiendo observar algunas imágenes de la ciudad. El vals «Donde florecen los limoneros» de Johann Strauss hijo levantó el ánimo previamente a que «De golpe y porrazo», la polca rápida de Eduard Strauss, viniera a romper su meloso balanceo. Aquí el impulso rítmico remató el fin de la primera parte. El descanso se completó con el documental «La música perdida de Beethoven», en el que el realizador Georg Riha propuso un divertido recorrido por los lugares más beethovenianos de Viena recogiendo partituras a la búsqueda de la nunca escrita Décima Sinfonía.
La calidad técnica, la formidable pureza de las imágenes y la pulcritud del paisaje es un sello austriaco que se propaga por el mundo gracias a la excelencia de la ORF. El coreógrafo español José Carlos Martínez, exdirector de la Compañía Nacional de Danza, ha sabido entenderlo muy bien en sus dos propuestas. Remarcó el homenaje a Beethoven con el vals «¡Abrazaos, millones de seres!», de Johann Strauss hijo, escrito a partir de la oda de Schiller que dio pie a la Novena Sinfonía. La coreografía ubicada en el palacio de invierno del Príncipe Eugenio de Saboya fue una demostración del exquisito almíbar vienés.
Más divertidas, con vestuario de los años cincuenta, las contradanzas llevaron a los espectadores televisivos a caminar por varias ubicaciones de la casa museo de Beethoven en las afueras de Viena. Pero, antes, la obertura de «Caballería ligera» de Franz von Suppé había abierto la segunda parte, revelando la profunda musicalidad de Nelsons. El sentido utilitario de todo este repertorio, capaz de ilustrar y describir una época, se hizo presente al recordar el 150 aniversario del Musikverein, edificio propiedad de la Sociedad de Amigos de la Música de Viena para cuya inauguración se escribió la insustancial polca mazurca «Flor de escarcha», de Eduard Strauss, y la gavota de Josef Hellmesberger júnior.
Toque simpático
Se hablará en el futuro del toque simpático de Nelsons ejerciendo de trompetista en el galop del postillón del strauss danés Hans Christian Lumbye. Pero quedémonos con el recuerdo de la polca rápida «Tritsch-Tratsch» de Johann Strauss hijo. Mejor aún, el vals «Dinamos» de Josef Strauss en el que Nelsons alcanzó el cielo con una propuesta seria, compacta, poco dada a la galería y meticulosamente dirigida, mientras las cámaras volaban por la sala dorada del Musikverein. Fulgurante la polca rápida «Al vuelo» de Josef Strauss, primera propina del programa, antes de que «En el bello Danubio azul» viniera a dejar un regusto de dureza en su balanceo. Y en el cierre la famosa, este año más que nunca, «Marcha Radetzky», que habrá que escuchar más despacio para descubrir los detalles de pureza musical con los que ahora se ha querido presentar. Porque la historia, representada a través de la siempre facilona justificación de los aniversarios, ha sido la gran protagonista de la última edición del Concierto de Año Nuevo. Y, entre todas las posibles, la muy interesante de esta «Marcha Radetzky», por otra parte ya analizada con profusión.
La musicóloga Zoë Lang, preocupada por entender la importancia de los valses de Strauss en la identidad nacional austricaca, ha trabajado sobre el asunto. Por ella se sabe que la obra fue una referencia para las bandas de música en la época de los Habsburgo y que todavía fomentó los sentimientos patrióticos al comienzo de la Primera Guerra Mundial. A partir de ahí, se convirtió en representación del pasado, una especie de «reliquia nostálgica» que, como tal, Joseph Roth manejó hábilmente en su famosa novela «La marcha Radetzky». En aquel momento, en 1932, nada hacía presagiar que el símbolo se convertiría en un gesto capaz de sincronizar la pulsación del mundo al margen de opiniones, razones y creencias.
Y así ha sido durante años, pese a las notas corrosivas con las que Weininger trató de dar empaque sonoro a la partitura original de Johann Strauss. El tema no es baladí. La capacidad de representación de la música testimonia en cada momento una realidad social. La nuestra se refleja en la iniciativa de la Filarmónica de Viena por liberarse de incómodas adherencias que, a la postre, solo pueden perturbar el mensaje conciliador de este evento. La demostración de que la música no es inocua, no es neutral. Conviene recordarlo mientras se piensa en el valor infinito de un concierto con capacidad para armonizar el mundo. Aunque solo sea por dos horas.