Aznavour en el tiempo
Pero hubo dos maestros absolutos en ese decir la canción sin tener que cantarla. Para hacerla, así, perfecta. Uno murió hace ya treinta años, octogenario: Frank Sinatra. El otro, Charles Aznavour, moría ayer con 94
El clasicismo de un cantante se produce a partir de esa noche en la cual, con asombro, descubre que no es necesario ya cantar. A partir de ese instante en el que su sola presencia basta, a partir de ese instante en el que recitar, no, no recitar sobre todo, decir, ir diciendo sobriamente las palabras de las que fueron sus canciones, pone más conmoción en quien escucha que los grandes artificios de los años de aprendizaje. Sólo entonces se sabe un maestro. Y lo saben todos. En sus silencios.
Es muy raro ese estado de gracia, que toca sólo a los más grandes en el final de sus vidas: cuando cada pausa es más intensa que todos los sonidos. Los de mi edad recordarán algún concierto de Leonard Cohen , ya sin voz y recitando afónico los poemas que sus dos maravillosas coristas tarareaban: nunca fue tan grande. Recordarán, otros de más edad, las últimas actuaciones de una Barbara exhausta: las grabaciones que existen son escalofriantes. Pero hubo dos maestros absolutos en ese decir la canción sin tener que cantarla. Para hacerla, así, perfecta. Uno murió hace ya treinta años, octogenario: Frank Sinatra . El otro, Charles Aznavour , moría ayer con 94. Nunca, ninguno de los dos sonó mejor que en sus años finales: cuando la maestría no necesita ya soporte físico, porque es concepto puro, álgebra poética.
¿De qué está hecha la música, de qué la voz que canta? De tiempo, de tiempo sólo, de ese tiempo en cuya fuga cifra su conmoción la fingida eternidad a la cual llaman los hombres poesía. No, claro que lo poético, en Aznavour –como en Sinatra, o en Cohen, o en Barbara–, no es el texto, aun en aquellos momentos en los cuales el texto alcanza en todos ellos dimensiones mayores. La poesía es la voz que destruye el artificio , para jugar con la muerte al escondite, en ese punto en el cual cualquier adorno sería obsceno. La poesía es ese silabeo, entre desdén y añoranza, del cansado nonagenario, siempre de negro impoluto, demoliéndose el alma y demoliéndola, sin hacer más que dejar caer, en voz muy baja a la cual los músicos dan tenue telón de fondo, el silabeo que ritma el acoso del tiempo que no respeta nada, que no respeta a nadie. Hier encore , «Apenas ayer», era eso en quintaesencia. Y por serlo era a ese hombre de más de noventa años, que la compuso hace sesenta, a quien correspondía –y no a aquel otro de treinta– darle el acento de eternidad de lo que pudo escapar al tiempo por no haber sido nunca criatura del tiempo.
En su versión de 1965, La Bohème era la epopeya del hombre todavía joven que salta al éxito tras los durísimos años de sus inicios. La cantaba un Aznavour pletórico de facultades y en cuya voz estalla la esperanza. En 2015, La Bohème es la de verdad: elegía. No la relamida de Puccini ; la desgarradora de Henri Murger . Mediada la canción, Charles Aznavour ya no canta, habla más consigo mismo que con sus espectadores. Sólo entonces, los que le escuchan saben que esa desolación habla de ellos. De cada uno de ellos: frágiles criaturas del tiempo que no vuelve.