Ascenso y caída del ópalo mágico

El argumento planteado por Azorín (y Carlos Martos de la Vega) reinventa el original, más allá de la felicidad final que alcanzan Lolika y Alzaga tras pasar una serie de 'contratiempos'

Un momento de 'The magic opal' Ángel de Antonio

Alberto González Lapuente

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El titulado director de escena, escenógrafo y adaptador Paco Azorín ha presentado en el Teatro de la Zarzuela el espectáculo 'The Magic Opal'. ¿Por qué? Tratando de buscar una respuesta sensata es posible tropezar con su biografía donde aclara que «la crítica destaca su capacidad para captar el mensaje de las obras y reflejarlo sobre el escenario con gran economía de medios». Conviene coger aire. Si algo distingue a 'The Magic Opal', en una primera y descarnada aproximación, es que la captación del mensaje elude cualquier síntesis proponiendo una marejada de despropósitos para la cual economizar, a tenor de la insufrible dinámica del espectáculo, no es precisamente evitar o excusar algún trabajo, riesgo o dificultad (RAE); ni tan siquiera ajustar el presupuesto, pues a partir de una deducción tan facilona e inmediata como las que se alumbran en el nuevo libreto solo cabe lamentarse de lo mucho que se ha gastado en el engendro.

La dinámica teatral es una operación de riesgo, siempre abierta al examen del escenario, y Paco Azorín un profesional con una línea de trabajo solvente que, en la Zarzuela, ya ha presentado el estreno de 'María Moliner' de Lucía Vilanova con música de Parera Fons y 'Maruxa' de Amadeo Vives sobre texto de Luis Pascual de Frutos. Merece, por tanto, seguir teniendo oportunidades para el desarrollo artístico de su creatividad, que quiere ser crítica y muy contemporánea. Se sabe, porque lo escribe en el programa de mano, en un texto en el que él mismo se aplaude sin paliativos y señala que estamos ante un recuperación que califica de 'oportunidad histórica'. No es el momento de entrar en controversia sobre lo que significa recuperar y cómo ha de hacerse. El beneficio de la duda juega a favor de Azorín a pesar de que la distorsión (formal y representable) a la que somete el original sea de tal calibre que cueste mucho deducir cuáles son los valores de la obra primigenia, asunto que debería primar como objetivo de cualquier restauración. El valor de 'The Magic Opal' es algo que sigue inédito para unos y difuso en la memoria para quienes escuchamos su recuperación en 2010, según la edición musical Borja Mariño y la dirección artística de Silvia Sanz Torre. Aunque debería considerarse que se trata de una obra de mérito, pues así se anuncia al integrarse en el programa de recuperación patrimonial que sigue el Teatro de la Zarzuela. Y al Teatro de la Zarzuela se le debe un respeto.

Desde luego el argumento planteado por Azorín (y Carlos Martos de la Vega) reinventa el original, más allá de la felicidad final que alcanzan Lolika y Alzaga tras pasar una serie de 'contratiempos' con el ópalo de por medio (aquí entendido literalmente como piedra pulida y en origen, en el libreto inglés de 1893, referenciado al soporte: anillo mágico, o sortija, tal y como se definió para las representaciones en el Teatro de la Zarzuela, en la traducción al castellano, de 1894). 'Se eliminarán gran parte de las escenas habladas', señala Azorín, 'con la finalidad de crear una escenificación que se dirija al público del siglo XXI a través de un lenguaje audiovisual y contemporáneo'. En este punto se confunde el propósito y su realización. ¿A qué publico se refiere? ¿Cuál es el universo de espectadores que él considera capaz de comprenderle? ¿Exige algún grado de formación? Habría que preguntarse ante semejante interrogatorio, qué sentido tiene la vulgaridad del texto que se presenta, la trivialidad de las gracias que se hacen, el ensortijamiento de situaciones a cada cual más patética y forzada con el único fin de colocar a un grupo de jóvenes, que no tenían otro afán que relacionarse a través de sus móviles mientras esperaban el metro, dentro de un supuesto concurso de dificultades en el que se les ofrece encontrar el amor. Todo hace sospechar que, sin pretenderlo, tiene la culpa el proyecto Zarza puesto en marcha por el Teatro de la Zarzuela, a pesar de que sus méritos y logros tengan muy poco que ver con el dibujo caricaturesco que de él hace esta producción. Azorín se ha apuntado a la opción juvenil, al ritmo incesante, y añade el detalle transgresor (ojalá lo fuera de verdad y no tuviera que estar continuamente justificando el respeto que le merece el colectivo LGTB, aquí apellidado IQ+ABCZJUK) pero el resultado es de una vacuidad tan insoportable que deja tiritando la supuesta moraleja y crítica maximalista (y por lo tanto soberbia) al capitalismo. Queda pendiente la sorprendente torpeza teatral de la realización, particularmente en lo que a la dirección de actores se refiere, sometidos a un ejercicio físico espeluznante.

Porque hay más cuestiones curiosas: 'Debemos operar con un respeto total hacia la música'. Este es un argumento que se repite con cierta frecuencia y que no acaba de estar claro. ¿Por qué la música merece semejante sacralización y no otras formas de expresión que también colaboran a dar forma a la obra original? Sencillamente porque bajo la trampa del principio se esconde el cuchillo acerado que sirve a Azorín para dejar 'The Magic Opal' de Isaac Albéniz convertido en un objeto emblandecido. Sería estupendo que la partitura caminase en paralelo a la producción, lo que sería razonable dada la intransigencia estética entre una música de finales del XIX, que se escapa hacia un españolismo que debió ser muy del agrado de los ingleses que aplaudieron su estreno, y esta visualidad que Azorín proclama como de nuestros días. Pero se quiere que todo sea unitario y favorable, de manera que la caja escénica fabricada por el escenógrafo Azorín embute las voces y las proyecta como si cantasen dentro de un túnel, mientras el ruido incesante de la escena, en simultaneidad con la música, lleva al foso a prodigarse en una convulsa interpretación que, a la postre, se conjuga mal con cualquier forma de respeto. Es curioso que en el dúo final de Alzaga y Lolika, cuando la obra se remansa en la simple observación de los personajes, la música fluya con una cortesía hasta entonces inédita. Si no lo hace antes es porque Azorín tiene la culpa y, además, lo advierte.

'Pónganse el cinturón de seguridad'. La frase es simpática, sin duda, porque se dice una vez que se ha explicado que 'brotará la comedia a borbotones', interesante metáfora que habla de la hemorragia arterial por la que se desangra 'The Magic Opal', propósito personal, intransferible y pretencioso que, como tal, añade gestos de estilo, por ejemplo en el llamado 'nuevo plano dramático'. La referencia implica a Eros XXI, 'maestro de ceremonias' que en vivo o en proyección guía el sueño de los jóvenes como si de un telepredicador concursal se tratase. Sus afirmaciones encierran lo más sustancioso de la producción mientras sus gracias (no es necesario volver sobre ellas) se abren a la imaginación deslumbrante de un trabajo cuya apariencia tiene mucho de 'work in progress' en el sentido de superposición improvisada y acumulada de gestos. 'The Magic Opal' ha metido un gol por la escuadra a la (Z)zarzuela que atónica, cabizbaja y mudita observa como el titulado director de escena, escenógrafo y adaptador Paco Azorín alza los brazos en señal de victoria. Sus aficionados estarán exultantes. El mismo Azorín, mientras continua siendo juez y parte, se aplaude sin recato señalando que se trata de 'una puesta en escena hilarante y divertida'. Sin embargo, y con todos los respetos, es posible que haya a quien le parezca un insulto a la inteligencia.

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